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20 pasos hacia adelante - Jorge Bucay

O...

somos capaces de sumar todo eso, en cada encuentro...
Me acuerdo ahora de aquella antiquísima historia de la araña que
quería guardar el conocimiento y la sabiduría de la humanidad en un
frasco.
Cada cosa inteligente que leía o descubría la susurraba en el envase
de vidrio y rápidamente lo tapaba para que ningún conocimiento se
escapase.
Cuando la araña creyó que el frasco estaba lleno, decidió guardarlo
en una cueva, que ella misma había construido, en lo alto de un árbol
gigantesco. Preservar el saber para la eternidad, a salvo de cualquier
amenaza o distorsión.
Así, se ató el frasco a la cintura y trató de trepar, como tantas veces lo
había hecho, hasta la punta del árbol.
Pero esta vez le era imposible. El tamaño del frasco impedía a la
araña la escalada.
Una hormiga que pasaba por allí, y a la que la araña despreciaba un
poco por considerarla un tanto ignorante, le dijo:
—Si quieres subir, será mejor que te ates el frasco sobre la espalda y
no sobre el vientre.
La araña se dio cuenta de que, aun después de haber cultivado la
sabiduría durante casi toda su existencia, le faltaba lo más simple: el
conocimiento que le podía aportar la experiencia de lo vivido.
El arácnido, que era un poco necio pero no tanto, se dio cuenta de
que, para obtener el saber de las cosas simples, debía empezar a
escuchar lo que otros, que quizás habían leído menos pero habían
vivido más, sabían, podían y quizá quisieran enseñarle.
En el final del cuento, la araña rompía el frasco diciendo que era
mejor que la sabiduría quedara libre, al alcance de todos,
especialmente de todos aquellos que estuvieran dispuestos a aprender.
Todos los terapeutas sabemos que una de las mejores maneras de
enfrentarnos a nuestros aspectos más negativos es darnos cuenta de
que somos cómplices de mantenerlos, y para ello es imprescindible
aprender a escuchar lo que otros son capaces de ver en mis actitudes y
lo que son capaces de decirme de mí. Muchas veces es la única manera
de darme cuenta de aquellos aspectos de mi persona que están
escondidos en lugares ciegos a mi propia mirada.
Suelo desconfiar de todos los que se quejan demasiado o se pasan la
vida despotricando y buscando la responsabilidad de todo en los
demás.
Y sé que desconfío, especialmente porque otros me han enseñado a
ver, primero en mí mismo y después en los demás, que ésta es la forma
en la que uno consigue eternizar sus carencias. Cumpliendo una regla
no escrita de todas nuestras neurosis, toleramos mejor la frustración
que los cambios hacia lo nuevo y desconocido. Mientras uno se queja,
no hace, no puede hacer, porque la queja consume gran parte de la
energía necesaria para ponerse en acción e iniciar esos cambios, desde
dentro hacia afuera.
Si es cierto que el futuro está por construirse, no es menos cierto que
lo haremos mejor si somos capaces de encontrar, en el presente, alguna
de las buenas cosas que aún nos rodean, hechos afortunadamente
auspiciantes, cobijadores y optimistas que sólo podremos ver
aprendiendo a escuchar. Sólo dando este paso podremos acostarnos
cada noche un pelín más serenos y despertarnos cada mañana un poco
más sabios.
Esta historia, que alguna vez me contó una paciente y que luego he
ido encontrándome en tantas versiones diferentes alrededor del
mundo, dice así...
Hace ya un tiempo, en la época de la gran recesión económica de
Estados Unidos, un hombre decidió que, para las fiestas de Navidad de
ese año, no habría dinero para grandes regalos.
Así que gastó lo que para él era una enorme cantidad de dinero en
comprar un rollo entero de papel metalizado con dibujos navideños.
Quizás un elegante envoltorio pudiera sustituir a un costoso contenido.
El fin de semana del 15 de diciembre decidió dedicar todo el sábado a
envolver los paquetes de las «chucherías» que había comprado como
regalos.
Cuando abrió la alacena de debajo de la escalera y descubrió que el
tubo de cartón en el que venía el papel estaba vacío, explotó de furia.
—¿Quién ha usado el papel metalizado que estaba en la alacena?
—empezó a gritar.
»¿Quién ha sido? ¡Ese papel es carísimo! ¿Para qué lo habéis usado...?
Y así siguió, hasta que su pequeña hija de cuatro años se acercó, con
la cabeza gacha para decirle:
—Fui yo, papi, yo lo he usado.
—¿Tú lo has usado? ¿Sin permiso?
—Sí, papi —dijo la niña, a punto de llorar.
—Ese papel era carísimo, señorita. Y no era para jugar, era para
envolver los regalos de Navidad...
—Es que... —quiso explicar la pequeña.
—Es que eres una maleducada. Tu padre trabaja como un burro cada
día para que en casa no falte nada, y cuando compro algo para que
haya un regalo para cada uno, tú...
—Pero, papi...
—¡Tú te callas y me escuchas! ¡Tendrías que haber preguntado si
podías usar ese papel!
—No podía preguntar, papá..., porque... era una sorpresa.
—¿Cuál era la sorpresa? ¿Que ya no habría papel para envolver
regalos?
—No, papá... es que lo usé para envolver un regalo sorpresa.
—Ah, ¿sí? Un regalo... Todo el papel para un solo regalo... ¿Y para
quién era ese regalo sorpresa si se puede saber? —preguntó el padre
casi gritando.
La niña había empezado a lagrimear...
—Era... para ti, papá.
El hombre enmudeció. Se sintió un monstruo reprendiendo a su hija
que había envuelto un regalo para él, y después de un rato, entre
culpable y avergonzado por su furiosa reacción, se animó a decir:
—Oh..., perdón si te he gritado hija, pero es que ese papel era
demasiado caro para usarlo todo en un solo regalo.
—Sí, papi... pero la caja era muy grande y quedó tan bonita...
El hombre sintió que se enternecía y trató de aliviar la situación.
—Está bien, vamos a ver esa caja, quizá podamos aprovechar un
poco de papel para envolver los regalos de todos.
Poco después, la niña bajaba de su cuarto con la enorme caja de su
vieja casita de muñecas «enrollada» por el ahora inútil papel dorado.
—Feliz Navidad, papi —dijo la nena alargando el paquete a su
padre.
Invadido por la ternura de la niña, el padre trató inútilmente de
salvar el papel de envoltura, mientras se reprochaba no haber podido
escucharla.
Sin embargo, volvió a explotar cuando abrió la caja y descubrió que
no había nada en ella.
—¿No sabes que cuando uno hace un regalo y envuelve una caja,
aunque lo haga usando TODO un rollo de papel plateado, DEBE poner
algo dentro? ¿¡¡Nunca te enseñó tu madre que no se regala una caja
VACÍA!!?
La pequeñita bajó otra vez la cabeza y con lágrimas en los ojos dijo:
—Es que la caja no está vacía, papi... Yo soplé setenta besos dentro de
la caja... Así, cuando te vas de viaje, como no puedes llevarme contigo,
te llevas los besitos que yo te regalé para Navidad...
El padre se sintió morir.
Alzó en sus brazos a su hija y le suplicó que lo perdonara por no
preguntar, por no comprender, por no saber escuchar.
Se dice que el hombre guardó esa caja y su envoltorio debajo de su
cama. Que allí la tuvo durante años, y que cada vez que se sentía triste,
desanimado o agobiado por las dificultades de la vida, cogía de la caja
uno de los besos que su hija le había regalado y recordaba el amor con
el que su niña los había puesto allí...
paso 6
aprende a aprender con humildad
Escuchar, como dijimos, debería servirnos sobre todo para aprender
la parte del todo que todavía ignoramos. Debería servirnos, según
razonamos juntos en el capítulo anterior, para regular el darnos cuenta
de que no tenemos (nadie tiene) el monopolio de la verdad y
centrarnos en la necesidad de completarnos con la verdad de otros.
Esto conlleva, claro, una importante cuota de humildad, porque
aprender siempre es un acto humilde.
Anclados en nuestra soberbia, nada puede sernos explicado.
El que no se anima a bajar del pedestal de creer que lo sabe todo
nada puede aprender de los demás, de esos que desprecia sin escuchar
porque supone o, peor aún, decide que nada pueden enseñarle.
Ninguna condena puede ser peor que la de estar limitado a saber
solamente lo que uno ya sabe. Y esa cárcel es la de los soberbios. La
vida es, por supuesto, la exploración de cosas nuevas y su sentido es,
para todos, el de crecer.
Una de las distorsiones que supimos crear, incorporar y transmitir es
la de creer que el crecimiento y el desarrollo pasan por la cantidad de
posesiones y por el tamaño de la caja fuerte donde se guarde el dinero.
Y yo puedo entender el origen de esta confusión.
Comenzó con la sociedad postindustrial.
Era el momento de la desmedida expansión empresarial y de un
crecimiento económico que parecía no tener límites.
Si pensamos en una empresa y se nos ocurre evaluar su progreso,
muy posiblemente pensemos con absoluta propiedad en la facturación
anual, en el tamaño de la planta, en la cantidad de vehículos de su flota
y en su posición comparativa respecto de las demás empresas. Y está
muy bien.
Es cierto también que en algunos momentos, didácticamente, uno
puede razonar de la misma forma para mostrar, de forma metafórica,
algún aspecto de la conducta humana eficaz. Así lo proponen, de
hecho, cientos de libros que últimamente mezclan con inmensa
creatividad los conceptos de la psicología con los del management
empresarial, para señalar el camino del éxito.
Yo lo comprendo, pero trabajo, escribo y hablo desde hace años
tratando de que nadie que me escuche olvide que, a pesar de todo lo
anterior, los hombres y las mujeres son mucho más que empresas, y no
se los puede valorar como si lo fueran.
El siguiente paso del camino, el sexto, es entonces aprender a
aprender.
Saber lo que sabemos y también todo lo que no sabemos, para
enriquecernos con el saber de otros.
Escuchar con humildad.
Una vez más, el lenguaje nos puede llevar a confusión si no
aclaramos que hablamos de la humildad y no de la humillación. No me
refiero a la tendencia a someterse a todo y a todos, sino a la capacidad
de aceptar lo mucho que a uno le queda por aprender y la gratitud que
debe sentir por aquellos capaces de enseñarle la parte del camino que
nunca recorrió.
Cuenta un viejo cuento tradicional...
Había una vez un hombre que buscaba la verdad.
Muchas veces había escuchado de boca de hombres con fama de ser
muy sabios que la verdad era una luz radiante que iluminaba hasta el
más oscuro de los rincones de la ignorancia.
El hombre buscó y buscó la luz de la verdad y, al no encontrarla,
empezó a decir que la verdad no existía.
Una noche muy clara, cuando bajó a su aljibe a por agua, vio en lo
profundo el brillo de un círculo enorme reflejado en el fondo del pozo.
«Es la verdad —pensó—. ¡¡Existe!!... Y la tengo yo en el jardín de mi
casa.»
Henchido de orgullo y vanidad, salió a gritar por el pueblo que la
verdad brillaba en el fondo de su pozo de agua.
Muchos se burlaron de él y el hombre los trató con desprecio.
«Éstos son como yo era —pensó—, no creen en la verdad porque
nunca la han encontrado.»
Otros simplemente no le creyeron.
—¡Escépticos! —les gritó.
Unos pocos le escucharon con atención. No sólo creyeron en su
palabra sino que le aseguraron que también ellos tenían a la verdad en
su aljibe.
De alguna manera, estos últimos lo irritaron aún más que los que
desconfiaban de él.
Pero se calmó pensando que no debía enfadarse. Después de todo,
eran pobres ingenuos que vivían engañados creyendo que eran los
poseedores de la verdad aunque, por supuesto, no la tenían,
ciertamente.
«Cómo podrían tener a la verdad —se decía— si yo mismo la tengo
en mi pozo.»
Sin embargo, después de ir a casa de algunos, los más amigos,
comprobó que la luz de sus pozos no sólo era real sino que además era
por lo menos tan radiante como la del suyo.
—Ahora lo comprendo. Hay muchas verdades —concluyó—. Cada
uno tiene la propia y todas irradian su propio resplandor.
Un día, al visitar el pozo para dejar que la verdad iluminara su rostro,
miró en el fondo y no encontró el brillante círculo luminoso.
Él no lo entendió pero lo que sucedía era simplemente que el viento
soplaba muy fuerte esa noche, y el agua agitada dentro del pozo no
llegaba a reflejar la luz de la Luna que, a pesar de todo, brillaba
radiante en el cielo.
Pensó que la verdad lo había abandonado y se sintió triste y
desesperanzado.
En un retorno a lo divino, alzó los ojos llorosos al cielo... y la vio.
Entonces comprendió.
La luz de su aljibe no venía desde dentro. La suya y la de otros eran
el reflejo de la Luna en el firmamento, brillando dentro de cada pozo.
Así evoluciona nuestra relación con la verdad.
Todos empezamos desconfiando de que exista alguna verdad.
Antes o después, descubrimos un pedacito de ella y nos enamoramos
de nuestro descubrimiento. Nos creemos superiores y dotados,
portadores de una verdad única e incuestionable.
Con el tiempo nos vemos obligados a aceptar que hay otros que
también tienen su verdad; y después de intentar descalificarlos sin
éxito, los incluimos en la lista de elegidos, que por supuesto
integramos, la nómina de aquellos que encontramos la verdad.
Finalmente nos damos cuenta de que la verdad no es algo que
alguien pueda poseer. Aceptamos nuestras limitaciones y nos
conformamos con acceder aunque sea al tibio reflejo de su luz, y esto ni
siquiera permanentemente.
Dar este paso, imprescindible en nuestro camino, es encontrarnos por
fin en el lugar de la humildad del que sabe lo que no sabe y está
decidido a aprender.
Es aceptar que nadie es dueño de la verdad.
En todo caso, cada uno puede acceder, y sólo por momentos, a
pequeños retazos de ella, reflejos de una verdad mayor que nos
ilumina a todos.
paso 7
sé cordial siempre
Si podemos sumar solamente el trabajo que nos lleva conocernos, con
el paso dado hacia el descubrimiento de nuestra humildad y la
decisión de reírnos de nuestros defectos, no podremos evitar
enfrentarnos con el siguiente paso.
Para darlo deberemos conseguir que esa sonrisa interna, de la que
hablábamos, se muestre al exterior y se comparta generosamente.
Deberemos lograr que esa actitud de «contagiar alegría» se vuelva
indiscriminada y adopte la forma de un buen trato al prójimo,
incondicional e indiscriminado.
Es casi fácil ser amable con aquellos que nos tratan con calidez y
respeto, pero quizá no sea tan sencillo contestar amablemente al que no
es amable con nosotros. Decidirse a usar dos minutos de nuestro
tiempo para cruzar la calle y saludar afectuoso al vecino que ni nos vio,
agobiado por la urgencia de sus problemas. ¡Aprender a ser capaces de
sonreír pacíficamente aun ante aquellos que están en «esos días
insufribles»!
Sería un gran paso hacia adelante. ¿No crees?
Algún distraído puede pensar que es un tema menor, que es una
simple propuesta diplomática, una actitud cínica o la expresión de un
cierto servilismo idiota. Yo no lo creo así. Como terapeuta, puedo
asegurar que este séptimo paso es imprescindible si nos damos cuenta
de lo difícil que sería intentar recorrer el camino de la realización
personal en absoluta soledad, sin compañeros de ruta, sin la mirada de
otros, sin el afecto de algunos.
Como ya he dicho, nadie llega demasiado lejos sin afecto.
Nadie ve el horizonte si no consigue relacionarse amorosamente con
los que lo rodean.
Nadie, absolutamente nadie, triunfa sin ser amado.
Todos recordamos en Buenos Aires a aquella divertida empleada
pública que el humorista Antonio Gasalla creaba cada semana para su
programa de televisión. Una desencajada gritona que nos hacía reír a
carcajadas cuando nos obligaba a evocar las situaciones en las que el
maltrato de las oficinas de atención al público nos tenía como víctimas.
Era fácil sentirse identificado con los pobres ciudadanos que
quedaban en manos de su sádica manifestación de poder burocrático;
pero pocos éramos capaces de reconocernos en el espejo que el propio
personaje representaba, reflejando a los que, con mucho más disimulo,
a veces hacemos víctimas a otros de nuestro cargo, nuestro poder o
nuestra condición.
Estoy seguro de que es responsabilidad de todos empezar a dejar de
lado el maltrato cotidiano a que nos sometemos mutuamente.
Ha llegado la hora de crecer en el respeto a los demás, y esto implica
no hacer pagar a otros el precio de mi frustración o mi monotonía.
Sostengo que debemos generalizar el buen trato y desactivar así la
cadena de malos tratos que los terapeutas solemos llamar
desplazamiento.
Maltrato a mi esposa porque mi jefe me ha maltratado, fastidiado
porque un gato desconocido lo arañó esta tarde en un callejón. Ella,
enfadada e impotente, se enfada con el muchacho que trae la cesta con
la compra. Él se desquita con el puntapié que le da al gato que cruza el
callejón y éste, arañando a la próxima persona que se le acerque...
Decían los griegos que enfadarse es fácil, pero hacerlo con la persona
adecuada, en el momento adecuado y con la intensidad adecuada es
patrimonio de los sabios... Quizás hoy día también habría que ser sabio
para esquivar sin que nos afecten o sin encendernos, los cubazos de
malos augurios que nos echan los que viven enfadados con su propia
existencia, buscando cómplices de su propia amargura.
Había una vez en un pueblo un peluquero que era famoso por su mal
humor. Su actitud agria y su pesimismo eran antológicos, pero como
era la única peluquería, todos eran sus clientes.
Un día, uno de ellos le contaba ilusionado que se iba de viaje a
Europa.
—¿Europa? —preguntó el hombre dando un corte profundo en el
pelo del cliente—. ¿Para qué va a ir a Europa? Allí todo es viejo y está
lleno de polvo. Y la gente... Los franceses son antipáticos, los alemanes
son fríos, los belgas no se enteran de nada, los suizos... ¡ufff!, mejor ni
hablar de los suizos...
—Bueno, en realidad, lo cierto es que me voy principalmente a
Italia...
—¿Italia?... ¿Cómo se le ocurre?... En Italia todo es complicado, nadie
le presta atención, todo es una reliquia y no puedes tocar nada, mirar
nada, caminar por ningún lado...
—Es que me hace mucha ilusión ir a Roma, al Vaticano, a ver al Papa
antes de que...
—¿Ver al Papa? —contraatacó el peluquero—. ¿Usted sabe lo que es
la plaza de San Pedro? Cientos de miles de personas apiñadas mirando
pequeñas ventanitas en un edificio vetusto. De repente se abre una
ventana y alguien le dice que ese puntito blanco que ni siquiera se ve
es el Papa... Por favor..., viajar hasta allí para esa estupidez... ¡Qué
tontería!
El cliente decidió no hablar más y, al acabar el corte de pelo, se
despidió y se fue.
Tres meses después, el cliente estaba otra vez en el sillón del barbero.
Éste le preguntó sarcástico:
—¿Y qué tal Europa?
—La verdad es que tengo que admitir que en muchas cosas usted
tenía razón —dijo el hombre bajando la cabeza—. Al llegar a Inglaterra
me habían perdido las maletas, los franceses se empeñaban en no
entender mi castellano, ni mi inglés, y, para completarlo, en Bélgica se
les pasó mi reserva y me encontré en Bruselas de noche y sin hotel...
Hubo casi un rictus de satisfacción en la cara del peluquero.
—Y otro tanto en Italia —dijo al fin para cosechar su siembra.
—Sí, otro tanto, salvo lo del Vaticano...
—El Vaticano..., millones de personas.
—Sí, claro —admitió el cliente—. A esa altura yo no esperaba otra
cosa que lo que usted me había anticipado...
—¿Y...? —preguntó el barbero dejando las tijeras.
—Pasó algo increíble... Mientras estábamos en la plaza, el Santo
Padre salió a la ventana...
—Sí..., el puntito blanco en una ventana...
—Sí..., pero de repente ocurrió lo que nunca... El Papa hizo una señal
a sus cardenales y todos nos sorprendimos al ver que Su Santidad
aparecía a pie en la plaza. Había decidido bajar de sus aposentos y ese
día caminar entre la gente. Usted no se imagina la emoción... Quizá
pudiera verlo de cerca.
—La verdad que eso es tener suerte, ¿eh? —dijo el peluquero casi
contrariado.
—La verdad es que sí. Mucho más cuando me di cuenta de que
caminaba con decisión hacia el grupo de gente donde estaba yo...
—Me imagino... Un apretujón de aquéllos... Habrá salido todo
machacado.
—Para nada, porque para mi sorpresa el Papa se detuvo exactamente
frente a mí. Como si me hubiera bajado a buscar... ¿Se da cuenta?
Como si me hubiera visto desde allí arriba.
—¿Qué me dice?... El Papa en persona... —dijo el peluquero con una
mueca que mostraba claramente su fastidio.
—Sí..., en persona —siguió el cliente.
—¿Y? —preguntó el otro.
—El Papa me acarició la cabeza y me dijo algo que nunca olvidaré...
—¿Qué le dijo el Papa?
El cliente estaba esperando este momento. Con una sonrisa de oreja a
oreja contestó:
—Me dijo: «Figlio mio, ¿quién es el animal que te corta el pelo?».
paso 8
ordena lo interno y lo externo
Paradójicamente, para hablar de este octavo paso debo cambiar el
orden de mi pensamiento.
Para hablar del orden voy a empezar por el cuento.
Hace algunos años, después de dar una charla en la maravillosa
ciudad de Rosario, un hombre de unos setenta años se acercó y se
ofreció a contarme un cuento. Yo lo escuché con atención y aprendí
este relato que hoy quiero compartir contigo.
Una vez, un profesor de filosofía apareció en su clase con una gran
vasija de cristal y un cubo lleno de piedras redondas del tamaño de
una naranja.
—¿Cuántas piedras podrían entrar en la vasija? —preguntó.
Y mientras lo decía, demostrando que la pregunta no era sólo
retórica, empezó a colocarlas de una en una, ordenándolas en el fondo
y luego por capas hasta arriba.
Cuando la última piedra fue colocada sobrepasando el borde de la
vasija, los que habían arriesgado el número de catorce murmuraron
satisfechos. El maestro dijo:
—Catorce... ¿Estamos seguros de que no cabe ninguna piedra más?
Todos los alumnos asintieron con la cabeza o contestaron
afirmativamente.
—Error... —dijo el docente, y sacando otro cubo de debajo del
escritorio empezó a echar piedras de canto rodado dentro de la vasija.
Las piedrecillas se escabulleron entre las otras ocupando los espacios
entre ellas. Los alumnos aplaudieron la genialidad de su docente.
Y cuando hubo terminado de llenar el recipiente, dejó el cubo y
volvió a preguntar:
—¿Está claro que ahora SÍ está lleno?
—Ahora sí —contestaron los alumnos, satisfechos...
Pero el maestro sacó de abajo del escritorio otro cubo más.
Éste venía lleno de una fina arena blanca.
Con la ayuda de una gran cuchara, el profesor fue echando arena en
la vasija, ocupando con ella los espacios que habían quedado entre las
piedras.
—Ahora sí podemos decir que está lleno de piedras —aseguró el
profesor—. Pero ¿cuál es la enseñanza?
Un murmullo invadió la sala.
Se hablaba de la necesidad de orden, de colocar las cosas, de astucia e
ingenios, de no confiar en las apariencias y de tantas otras cosas muy
simbólicas.
—Todo eso es verdad —intervino el creativo docente—. Pero hay un
aprendizaje más trascendente.
El docente hizo una pausa muy teatral y luego concluyó:
—Es importante hacer primero lo primero y después de ello ocuparse
de lo demás, cada cosa a su tiempo. No se trata de darse prisa y poner
todo en cualquier lugar, ansiosa y descuidadamente. Si yo no me
hubiera ocupado de poner primero lo primero y hubiera empezado por
la arena, las piedras más grandes no hubieran tenido espacio.
Este octavo paso es el que nos hace saber que, para llegar a destino y
para no perder el rumbo, hace falta priorizar lo importante sobre lo
accesorio, es necesario ser pacientes en nuestras demandas y
privilegiar las grandes cosas sobre las menudencias.
Nos recuerda que la libertad y la capacidad de dejarse fluir no están
reñidas con poner en orden algunas cosas y que, si pretendemos
terminar ocupándonos de todo, puede ser imprescindible empezar por
poner en su lugar lo primero antes de ocuparnos de lo último.
Es cierto que siempre hay cosas que deben resolverse antes que otras
si uno pretende encontrar la manera de resolverlas todas, pero no es
menos cierto que, para saber cuáles son cuáles, he de haber aprendido
a lo largo del camino a calificar mis necesidades en el entorno de mi
realidad personal y a dar a las cosas la importancia que les
corresponde; ni más ni menos.
Sólo así podremos darnos cuenta de que, en general, conviene
empezar por lo grande, por lo más importante, por lo fundamental y
sólo en casos muy específicos por aquello para lo cual después puede
ser tarde.
A la hora de hablar de prioridades y privilegios no puedo olvidar
dos matices fundamentales. El primero, que ningún orden es definitivo
e inalterable y que mi lista siempre depende de este momento de mi
vida; y el segundo, tanto o más importante, que mi propio orden no
tiene por qué coincidir con el orden de otros.
Cuántas veces en nuestra desesperación exigimos a nuestra pareja, a
nuestros padres, a nuestro vecino, a nuestro gobernante que solucione
nuestro asunto «ahora mismo», que se ocupe primero de nuestro tema,
porque es para nosotros prioritario, urgente, imprescindible e
impostergable.
Cuántas veces nos quejamos, sin tener en cuenta que quizá nuestra
«piedra», para nosotros la más importante, es un grano de arena en
medio de lo que está pendiente para los demás.
Como ya he dicho, aprendí muchas cosas de esta historia de las
piedras y la vasija en estos años. Las dos últimas hace muy poco
tiempo.
Aprendí a no olvidar que, para la conveniencia de todos, quizá le
toque hoy a mis deseos esperar un momento más adecuado; y lo más
importante, aprendí que hay cosas que, aunque parecen ser menos
importantes, no lo son y es necesario dejarles siempre un espacio.
Deja que te cuente...
Tomando al pie de la letra el ejemplo del cuento, me ocupé algunas
veces de mostrarlo activamente con piedras, vasija y arena frente a
grupos de personas, para enseñar «en vivo» algunas de las cosas
aprendidas, sobre todo la importancia del orden y del sentido común.
Hace unos meses, convocado en Salamanca para dar una charla a un
grupo de jóvenes universitarios estudiantes de marketing y publicidad,
monté el «numerito» de las piedras para hablar de las prioridades.
Me hice llevar la vasija de vidrio, las piedras de dos tamaños y la fina
arena en el cubo.
Desde el principio, me sentí muy entusiasmado con las caras de los
alumnos. Era fácil ir adivinando en sus expresiones el proceso interno
de su propio descubrimiento, similar al mío la primera vez que aquel
hombre me lo contó.
Cuando terminé de explicar lo más importante para aprender de la
experiencia, uno de los alumnos se puso de pie y pidió permiso para
decir qué había aprendido él.
Sorprendido, acepté.
—¿Puedo pasar a mostrarlo? —preguntó.
—Claro —contesté, sin saber lo que pasaría...
Entonces, caminando hacia el frente, sacó de su mochila una lata de
cerveza y vació el contenido dentro de la vasija.
El líquido, por supuesto, fue absorbido con velocidad por la arena,
dejando sólo el rastro de espuma en el borde del recipiente.
—Lo que a mí me demuestra es que, tal como yo pensaba, aunque
uno esté lleno de cosas que ordenar..., siempre hay lugar para
compartir una cervecita con los amigos...
Junto con los demás, aplaudí su comentario.
El joven alumno tenía razón.
paso 9
transfórmate en un buen vendedor
Los resultados deseados o la conquista de un determinado éxito
profesional o artístico no dicen demasiado del desarrollo de las
personas y tampoco garantizan su felicidad ni la satisfacción del
camino recorrido. Sin embargo, nadie puede dudar de que los logros
personales y el reconocimiento de la sociedad a la que pertenecemos
nos ayudan a seguir adelante.
Este paso, el noveno, está indudablemente poco transitado
«oficialmente». Salvo en algunas carreras relacionadas con el
marketing y con la publicidad, las universidades y las escuelas de
oficios se ocupan poco o nada de la necesidad de aprender a ofrecer
atractivamente lo que cada uno sabe hacer.
Y esto sucede porque en un mundo en el que la información y la
oferta de lo que los otros hacen llega cada vez más lejos y más rápido,
es más y más necesario, por no decir imprescindible, aprender a
vender.
Desde que Daniel Goleman empezó a hablar de inteligencia
emocional,* la mayoría de los ejecutivos y directores de empresas, la
totalidad de los profesionales de trato directo con sus clientes y casi
todos los dueños de pequeños comercios empezaron a implantar
pequeños o grandes cambios en su estrategia comercial. Era lógico que
así fuera porque, después de todo, cada uno de ellos (y cada uno de
nosotros también) tiene un producto para vender, aunque ese producto
sea uno mismo.
Vender en este caso no significa «venderse», sino, una vez más, hacer
llegar al otro la mejor información de lo que soy y de lo bueno que
hago.
Es muy diferente ofrecer lo que me piden, buscando en la estantería
por si casualmente lo tengo en existencias, que ofrecer activa y
atractivamente lo que poseo para dar.
Los profesionales de ventas dicen que ser un buen vendedor no
consiste en conseguir el récord de ventas de frigoríficos en el verano de
Monterrey, sino en lograrlo durante el invierno en Alaska.
Hablando del noveno paso...
Cuentan que una empresa había publicado una vez un atractivo
aviso solicitando un empleado para su sucursal en el sur.
El aviso debió de ser particularmente tentador porque, desde muy
temprano, empezaron a llegar los candidatos.
El perfil buscado no era demasiado fácil: «Joven despierto con
buenas referencias, dispuesto a viajar y con sólida formación en ventas
y publicidad, etc.».
Sin embargo, más de quinientos jóvenes esperaban en la puerta a las
diez de la mañana. El desorden podría haber sido antológico si no
fuera porque el guardia de la empresa decidió, con buen criterio,
entregar números a los que iban llegando durante la madrugada.
El entrevistador y seleccionador era el hombre que había ocupado el
cargo hasta ese momento y que iba a ser promovido a la dirección
ejecutiva. Nadie mejor que él podría decidir cuál era su mejor sustituto.
Uno por uno, fue llamando a los candidatos, convencido de que, en
cuanto encontrara a la persona indicada, despacharía al resto y
contrataría al elegido.
Después de ver al quinto de la lista, un mensajero interno de la
empresa pidió permiso para entrar en el despacho y le entregó un
papel.
El hombre miró la nota y leyó:
«No elijas a nadie antes de entrevistar al joven número 94.
Estoy seguro de que tiene todo lo que se necesita para
el puesto».
La nota la firmaba «J.».
El hombre se molestó un poco. Nunca le habían gustado los
favoritismos y menos las decisiones a dedo. Por otra parte, ¿cómo se
atrevía nadie a decirle a él quién tenía las habilidades para el cargo?
Había por lo menos cuatro personas en la empresa con la inicial J, que
podían haber mandado esa nota... Ya hablaría con ellos.
Como ninguno de los noventa y tres primeros le gustó, un poco fruto
de la nota y la certeza del autor de la nota, finalmente llegó el turno del
joven noventa y cuatro.
Al principio un poco reticente, el seleccionador fue encontrando en el
muchacho las condiciones indicadas para el cargo. El joven era además
encantador y sus antecedentes, excepcionales. Sin decirle a él una
palabra, llamó al mensajero y le dijo delante del entrevistado:
—Por favor, dígales a los que esperan que el cargo ha sido ocupado y
agradézcales haberse presentado.
El joven sonrió y tendió la mano al entrevistador dándole las gracias
sinceramente. Éste lo miró ahora y con la nota en alto le dijo:
—La persona de la empresa que lo recomienda tenía razón, valió la
pena esperar a entrevistarle.
—Yo no conozco a nadie en la empresa —dijo el nuevo empleado—.
Esa nota la escribí yo...
Hizo una pausa para evaluar la cara del hombre que tenía enfrente y
terminó:
—Estaba tan seguro de que ese puesto era ideal para mí que no quise
perderme yo, ni hacerle perder a la empresa, la oportunidad de que
usted me conociera.
paso 10
elige buenas compañías
Esperamos haber dado los primeros nueve pasos; sin embargo,
queremos que el décimo paso sea una sabia elección de nuestros
compañeros de ruta.
Ahora que hemos sobrevivido a ese doloroso ataque a nuestra
vanidad que fue aceptar que sólo poseemos, como mucho, el reflejo de
una pequeña porción de la verdad, nos parecerá natural y lógico
aceptar y respetar las ideas ajenas; las de todos, incluso, o quizás
especialmente, las de aquellos que piensen exactamente lo contrario
que nosotros.
Esto no debe significar que nos dé igual quién camine a nuestro lado.
Respetamos las diferencias y elegimos a nuestra compañía.
Si tuviéramos que decir ahora mismo y sin pensarlo demasiado
algunos nombres de personas con quienes nos gustaría caminar hacia
el futuro, pocos podríamos decir más de uno o dos nombres.
Sin embargo, si nos pidieran la lista de aquellos con quienes no nos
gustaría recorrer el camino, la mayoría podría dejar salir, sin dudarlo,
una lista de diez personas o más que, justa o injustamente, evocan en
nosotros esa certeza interna: con ellos NO.
Yo sé, por ejemplo, que no me gustaría que me acompañara ninguno
de los monstruosos sádicos que experimentaban con humanos en la
Alemania nazi, ni con los asesinos de la Rusia estalinista.
No quisiera caminar con los responsables de los excesos cometidos
durante la guerra sucia en Argentina, ni con los que planearon o
encubrieron las masacres de aquel espantoso 11 de septiembre o del
más reciente 11 de marzo en Atocha.
Sé que no quiero ir en la misma dirección de quienes deciden las
guerras ni de quienes hacen negocio mostrándolas por televisión.
Reniego por igual de caminar en compañía de los autores de los
salvajes atentados palestinos y de la no menos salvaje represalia israelí.
Definitivamente, no quiero ser compañero de aquellos pobres
hombres que vimos festejando en Irak la captura de un vehículo civil y
la quema de los cuerpos aún vivos de sus ocupantes; con la misma
convicción con la que sé que no quiero caminar al lado de los
responsables directos e indirectos de los vejámenes a los presos en
cárceles de Irak. Es sencillo estar de acuerdo con esta lista y
seguramente también lo sería agregar dos o tres grupos de personas a
la lista de descartables postulantes a acompañarnos; pero, con
convicción, también se podrá hacer una lista de los otros, aquellos con
quienes vale la pena ir.
Tal vez el primer punto para construirla sea no pretender elegirlos
con la cabeza, sino con el corazón, aunque no faltará el que piense que
es el discurso de un anacrónico guerrero naíf sosteniendo la fuerza
irremediable del amor y la esencia bondadosa de las personas.
Tampoco estarán ausentes los que me acusen, como tantas veces, de ser
un ridículo optimista.
En fin, en todo caso eso soy y debo convivir con ello.
Hace poco más de un año, en momentos difíciles de mi vida,
confirmé la importancia que tiene la cercana presencia de los que
queremos y nos quieren. Amigos, familia, lectores, vecinos, colegas,
maestros..., compañeros de ruta, como me gusta llamarlos. Los
compañeros indicados para la ruta que finalmente uno ha sabido
conseguir, ha podido elegir o le ha tocado vivir.
En un mundo donde la carrera por tener más y gastar más aún
impide a mucha gente registrar a quienes tienen al lado, los fines de
semana se han ido transformando, para el habitante civil urbano de
clase media, en otra desenfrenada persecución, esta vez, detrás del
placer instantáneo.
Todo parece indicar que hay que levantarse temprano para disfrutar
del día; hay que correr al club para poder jugar al tenis; hay que salir
disparado por la carretera para llegar primero y conseguir el mejor
lugar; hay que comer en dos minutos para ver el partido; hay que dar
rápido la vuelta al parque en bicicleta (porque hace tanto que no la
usamos...); hay que terminar en un ratito la partida de naipes, porque
todos queremos que no nos coja un atasco, y hay que llegar a tiempo
para ver la película que todo el mundo dice que no nos podemos
perder.
Y demasiadas veces, por no perdernos nada, nos perdemos nosotros,
nos perdemos a los otros, nos perdemos el verdadero placer de
compartir las cosas con nuestros amigos.
Compartir, por ejemplo, este antiquísimo cuento:
Un hombre es atrapado por una terrible tormenta de viento y lluvia
mientras atraviesa el desierto. Ciego de rumbo y luchando contra la
arena que le lastima la cara, avanza con gran dificultad tirando de las
riendas de su caballo y controlando de vez en cuando a su perro. De
pronto, el cielo ruge y un rayo cae sobre los tres matándolos
instantáneamente.
La muerte ha sido tan rápida y tan inesperada que ninguno de ellos
se da cuenta, y siguen avanzando, ahora por otros desiertos, sin notar
la diferencia.
En el cielo la tormenta se disipa y rápidamente un sol abrasador
empieza a calentar la arena, haciendo sentir a los caminantes la
urgencia de reposo y agua.
Pasan las horas; nunca anochece. El sol parece eterno y la sed se
vuelve desesperante.
De pronto el hombre ve, delante, un oasis de agua, palmeras,
sombra, y los tres corren hacia allí.
Al llegar descubren que el lugar está cercado y que un guardia cuida
la entrada debajo del portal que dice:
«paraíso»
El viajero pide permiso para pasar a beber y descansar y el guardia
contesta:
—Tú puedes pasar, desconocido, pero tu caballo y tu perro deben
quedar fuera.
—Pero ellos también tienen sed y además vienen conmigo
—dice el hombre.
—Te entiendo —contesta el guardia—, pero éste es el paraíso de los
hombres, y aquí no pueden entrar animales. Lo siento.
El hombre mira el agua... y la sombra. Está agotado y sin embargo...
—Así no —dice.
Toma las riendas de su caballo, silba a su perro y sigue andando.
Unas horas, unos días o unas semanas más tarde, el grupo encuentra
un nuevo oasis. Al igual que el otro, está rodeado de una cerca, al igual
que aquél está custodiado por un guardia. Hay un cartel:
«paraíso»
—Por favor —dice el hombre—, necesitamos agua y descanso.
—Claro, adelante —dice el guardia.
—Es que yo no entraré sin mi caballo y sin mi perro —advierte el
hombre.
—Claro. A quién se le ocurre. Todos los que llegan son bienvenidos
—contesta el guardia.
El hombre se lo agradece y los tres corren a hundir su cara en el agua
fresca.
—Pasamos por otro «Paraíso» antes de llegar aquí —dice el viajero,
después de un rato—, pero no me dejaron entrar con ellos...
—Ah, sí... —dice el guardia—. Ese lugar es el Infierno.
—Pero qué barbaridad —se queja el hombre—, ustedes deberían
hacer algo para sacarlos del camino al Paraíso.
—No —le aclara el hombre vestido de blanco—, en realidad nos
hacen un gran servicio. Ellos evitan que lleguen hasta aquí los que son
capaces de abandonar a sus amigos...
Como dije:
Nadie llega muy lejos sin el amor de otros.
Nadie llega a ningún sitio olvidándose de los que ama.
diez pasos más hacia adelante
Hemos dado ya los primeros diez pasos que inician el camino hacia
la realización personal.
Hemos trabajado en saber quiénes somos, en volvernos personas
autónomas y en aprender a amar comprometidamente.
Hemos empezado a reírnos de nuestros defectos.
Nos ocupamos de escuchar activamente a los demás, e intentamos
aprender de ellos con humildad.
Casi siempre somos cordiales y considerados.
Organizamos nuestro tiempo y respetamos el tiempo ajeno.
Rescatamos la importancia de vender nuestras capacidades.
Y hemos conseguido rodearnos de las personas adecuadas.
Haber recorrido la mitad del trayecto es una buena razón y un
magnífico momento para aprender que hay instantes en los que es
necesario detener la marcha, aunque sea un momento, y aprovechar
esa parada para mirar hacia atrás el camino recorrido y quizá, por qué
no, para celebrar lo hecho.
La sabiduría popular nos enseña que alejarse permanentemente de
una tarea o de un problema es escapar; es expresión de un temor que
puede evitarse o un símbolo de irresponsabilidad. Sin embargo,
alejarse durante un momento para después volver puede ser la mejor
forma de descansar para encarar mejor lo que sigue, de prepararse
para el siguiente desafío y también la oportunidad de premiarse por
los obstáculos dejados atrás.
paso 11
actualiza sin prejuicios lo que sabes
Escribí hace unos años...
Todo lo que sabes.
Todo lo que eres.
Todo lo que haces.
Todo lo que tienes.
Todo lo que crees.
Todo te ha servido para llegar hasta aquí...
¿Cómo seguir?
¿Cómo ir más allá?
Es tiempo de usar
todo lo que todavía no sabes,
todo lo que aún no eres,
todo lo que por ahora no haces,
todo lo que afortunadamente no tienes,
todo aquello en lo que no crees.
Un peligro que nos acecha frecuentemente es que, deseosos de
aprender cosas nuevas, nos olvidamos de atender la necesidad de estar
al día en lo que alguna vez supimos o dominamos. En un mundo que
evoluciona con tanta rapidez como el que vivimos, este descuido
podría dejarnos en poco tiempo en la misma situación de quien nada
supo y nada sabe.
Al principio de nuestra era heredamos de la civilización
grecorromana cierto grado de conocimientos científicos. La historia de
la ciencia señala que la evolución del saber del hombre duplicó esos
conocimientos en los siguientes mil años. Supuestamente, el ritmo de
esta duplicación comenzó a acelerarse desde el año 1400, y en un total
de setecientos años se volvió a duplicar la suma del saber heredado de
la cultura universal. La ciencia no se detuvo ni intimidó y la siguiente
duplicación le llevó al hombre solamente ciento cincuenta años.
Bastaron cincuenta años para el salto siguiente, empujado por la
tecnología desarrollada alrededor de las dos guerras mundiales. (En
1903, el Premio Nobel de Química fue concedido al doctor Arhenius
por su trabajo sobre la disociación electrolítica; cuatro décadas
después, el mismo premio fue otorgado al doctor Debye, que demostró
que la teoría de Arhenius era incorrecta.)
Igualmente sucedió entre los años 1950 y 1978, en sólo veintiocho
años, y volvió a pasar en poco más de dos décadas.
El siglo xxi asiste a plazos de duplicación cada vez más cortos. Hoy,
casi todos los científicos determinan ese punto en alrededor de un
lustro, y predicen para dentro de veinte años una más que posible
duplicación global del saber humano cada seis meses.
—Muchas cosas que hoy son verdad no lo serán mañana —señalaba
con toda razón Gabriel García Márquez y luego alertaba—: Quizá, con
el tiempo, hasta la lógica formal quede degradada a un método escolar
para que los niños entiendan cómo era la antigua y abolida costumbre
de equivocarse.
Nuestros dos próximos pasos se relacionan con este «problema» que
nos plantea el mundo tan cambiante. El primero, del que nos
ocuparemos ahora como primer paso de la segunda etapa, consiste en
actualizar lo que sabemos, es decir, revisar, descartar, descubrir,
completar y mejorar lo que siempre tuvimos como cierto. El segundo,
del que nos ocuparemos en el próximo capítulo, nos habla de crear
nuevos diseños y actitudes para mejorar los viejos productos, nuevas
soluciones a viejos problemas y nuevas respuestas a situaciones
imprevistas; lo llamaremos creatividad.
Aprendí como psiquiatra una norma de vida que he utilizado y
enseñado desde hace muchos años. Un viejo maestro de la salud
mental definía la locura de una manera muy particular y provocativa.
Estar loco no es, como la gente piensa, un impulso que lo lleva a uno
a hacer cosas extrañas. La verdadera locura, nos decía siempre, es
hacer todo el tiempo lo mismo y pretender que el resultado sea
diferente.
Cuenta la leyenda urbana que a un autobús local de un pequeño
pueblo subió un día una joven.
Pagó su billete y se sentó en el único asiento que quedaba libre, al
lado de un señor, elegantemente vestido, que le sonrió acomodándose
para hacerle más sitio.
Apenas el vehículo se puso en marcha, la joven sacó de su bolso un
sobre y volvió a mirar su contenido, un papel de carta con un logotipo
azul en una esquina y unas pocas letras escritas a máquina.
Luego suspiró ruidosamente y una sonrisa enorme se dibujó en su
hermoso rostro.
—Buenas noticias... —dijo el señor, sintiéndose un partícipe
involuntario.
—Oh..., disculpe —dijo la joven, dándose cuenta de lo que había
hecho.
—No hay problema, al contrario... ¿Buenas noticias?
—Buenísimas... ¡Estoy embarazada!
—Cuánto me alegro... Felicidades —dijo el hombre tocándole la
mano paternalmente.
—Sí, yo también me alegré muchísimo... Hace tiempo que quería este
embarazo. Ya llevo cuatro años casada... y cuando no era por una cosa
era por otra, nunca conseguíamos que esta prueba diera positiva.
—Es increíble cómo se dan las coincidencias —dijo el hombre,
sacando de su bolsillo un sobre de correos—. Yo también acabo de
recibir una buena noticia. Hace ya dos años que compré un caballo de
carreras y, como usted dice, cuando no era por una cosa era por otra,
nunca había conseguido ganar un gran premio... Y mire, hace apenas
unos minutos, me llegó este telegrama avisándome de que, por
primera vez, ganamos una carrera del circuito oficial.
—A veces el azar hace cosas maravillosas. ¿No cree? —preguntó la
joven.
—Sí..., aunque en este caso tuve que ayudar al azar... Voy a contarle
un secreto —dijo el hombre bajando la voz y arrimando su mano a la
boca como quien quiere esconder sus palabras—. Yo estaba tan
deseoso de ganar una carrera... que sin decírselo a nadie decidí
cambiar de jinete.
—Le voy a contar otro secreto... —dijo ella repitiendo el gesto de
él—. Yo también.
paso 12
sé creativo
Como ya he dicho, en un mundo donde el acceso a Internet es cada
vez más fácil y las comunicaciones son cada vez más rápidas,
cualquiera puede, en segundos, enterarse de las infinitas posibilidades
que hay en todo el planeta de conseguir lo que nosotros podemos
ofrecer. Productos similares a los que fabricamos, artículos iguales a los
que tenemos o servicios del mismo tipo de los que prestamos..., y
mucho más baratos.
Deberemos pensar, pues, en hacer de lo nuestro algo distinto, algo
novedoso, algo único, de alguna manera. Y ése es el campo de la
creatividad, aunque no es ni con mucho el único de sus terrenos.
Nuestra formación racionalista privilegia la meta al camino,
sobrevalora la utilidad de la compañía sobre el placer de estar
acompañado y desprecia el peso de la vivencia propia, jerarquizando
lo aprendido por otros y explicado por los expertos sabihondos de
siempre.
Sin embargo, hay al menos dos formas de plantearse la acción futura.
Apoyándose en la seriedad de la experiencia y lo conocido del adulto o
reclinándose en lo vivencial y experiencial del niño interno.
En el primer camino, la memoria y la racionalidad nos informan
sobre cómo actuar para que la experiencia propia y ajena nos permitan
la cuota de precisión que nos haga suficientemente idóneos como para
no cometer errores. El resultado, supuestamente ideal, es el de acertar
la mayor parte de las veces y conquistar desde allí el objetivo buscado,
que llegará junto con el aplauso y el reconocimiento que conocemos
como éxito o triunfo y que tanto se parece al amor. Ésta sería la
secuencia:
Intelecto
Experiencia y precisión
Conducta idónea
Menos errores
Más aciertos
Aplauso
Reconocimiento
Si nos animáramos a prescindir un poco de la voz de la experiencia,
terminaríamos despertando nuestro lado más creativo, descubriríamos
que los hechos siempre tienen algún aspecto nuevo y diferente y,
empujados por la curiosidad, acabaríamos buscando respuestas
innovadoras y propuestas originales. Está claro que esto no garantizará
los aciertos, pero asegurará un camino poco rutinario y, por lo tanto,
una buena cuota de diversión y un excelente caudal de crecimiento. La
secuencia sería esta otra:
Sensibilidad
Curiosidad de exploración
Conducta creativa
Más errores
Más aprendizaje
Diversión
Crecimiento
Si el argumento del desarrollo como persona no fuera suficiente
incentivo, quisiera establecer que, por fuerza, necesitaremos también
de nuestra creatividad cada vez que la experiencia sólo consiga
acercarnos a soluciones que ya no sirven para nuestros problemas.
Este paso, el duodécimo, sumado a la ya vista decisión de actualizar
lo que sabemos, será siempre la mejor manera de encontrar nuevas
respuestas a las preguntas de antaño y también, por qué no, la forma
de encontrar en alguna antigua solución la posibilidad de ayudar a
resolver un problema nuevo.
Son éstos, pues, los dos pasos más importantes para seguir
avanzando, aunque solemos olvidarlos a la hora de buscar resultados.
Dos herramientas que descuidamos; a veces restándoles valor con
absoluta conciencia y otras sin darnos cuenta de su verdadero peso.
En uno de sus libros sobre inteligencia emocional, Daniel Goleman
relata un episodio sucedido en una supuesta empresa, que bien podría
terminar así...
Todo sucedió, digamos, en una importante empresa de importaciones.
Allí trabajaba desde hace muchos años Cristina, una mujer muy
formada y eficiente. A ella le encantaba su trabajo, le gustaba cada
tarea del área y disfrutaba con el estudio de cada operación a su cargo,
tanto como de los resultados que obtenía, cada vez con más facilidad.
La mujer estaba más que conforme con su lugar de trabajo y no le
asustaba su responsabilidad, antes bien, la consideraba adecuada al
sueldo que cobraba, que le permitía mantenerse y «darse algunos
caprichos» de vez en cuando.
Todo era ideal... salvo... su relación con su jefe, el gerente de
comercio exterior. Con él, en realidad, todo iba mal.
Desde que ese señor había entrado en la oficina no había día en el
que Cristina no se sintiera abrumada por su presión, ignorada a la hora
de una decisión en su sector o manifiestamente maltratada delante de
sus compañeros.
Ella lo había intentado todo. Había seguido los consejos de su
familia, que le sugería no enfrentarse y «seguirle la corriente», pero
había sido peor. También había intentado hacer caso a las palabras de
sus compañeros, que, solidarizándose con ella, sugerían que si se
enfrentaba conseguiría que el autoritario jefe pusiera pies en polvorosa,
pero sólo consiguió entorpecer más la relación. Finalmente fracasó al
intentar hablar con él para pedir algún tipo de explicación. Su malestar
era tal que Cristina empezó a pensar que debería renunciar a su cargo.
La tarde en la que este cuento comienza es aquella en la que Cristina,
finalmente, llegó a una importante empresa de colocación de personal
especializado y pidió con resignación los formularios para solicitar
trabajo.
Con la cabeza gacha y arrastrando los pies, caminó hasta su casa
asimilando su dolor e impotencia.
Al llegar se preparó un puré instantáneo y después de removerlo en
el plato, sin deseos de probarlo, dejó que se enfriara y se hizo un té que
llevó en silencio hasta su mesita de noche.
Durante un rato, Cristina miró la televisión, sin ver, y luego se quedó
dormida, llorando la injusticia de la decisión que se había visto
obligada a tomar.
Después de despertarse una decena de veces, Cristina interrumpió su
sueño de madrugada, eufórica.
Animada a pesar del poco descanso de la noche, se duchó
rápidamente y se sentó junto a la ventana para llenar la solicitud de
empleo.
Consciente y decididamente exageró sus virtudes y disimuló sus
defectos; destacó sutilmente las palabras excelencia, productividad y
tesón y se extendió en sus antecedentes.
Al finalizar revisó la solicitud y sonrió satisfecha. Colocó la hoja en
un sobre y partió hacia la agencia.
En sólo una semana (más rápido de lo que había podido imaginar en
sus deseos más optimistas) llegó una propuesta de trabajo
verdaderamente imposible de rechazar.
Ha pasado el tiempo. Hoy, Cristina ocupa muy feliz el puesto que
ocupaba su jefe y en la misma empresa de siempre. Se dice que él
también está muy contento en el nuevo trabajo que le consiguió
Cristina, en la más importante empresa de la competencia.
paso 13
aprovecha el tiempo
Hace mucho tiempo, cuando todavía trabajaba en aquel minúsculo
consultorio compartido del barrio de Once, aprendí de mi paciente
Ricardo que los hechos significativos llegan a nosotros de múltiples
maneras, hasta que nos decidimos a aprenderlos y ponerlos en
práctica.
Charlábamos esa tarde de vivir intensamente el presente. Le decía
que me parecía horrible lo que él hacía. Cada día pensando en lo que
había pasado ayer y antes de ayer y el día anterior al anterior. Cada
noche reprochándose los errores cometidos y mintiéndose al pensar
que, si volviera atrás en el tiempo, haría todo lo contrario de lo que
había hecho (idea de absoluta falsedad ideológica, porque si cada uno
volviera al momento del error sin llevarse el conocimiento de hoy,
sabiendo solamente lo que sabíamos entonces, volveríamos a hacer lo
mismo, porque con esos datos nos seguía pareciendo la mejor
opción...). Cada tarde planificando minuciosamente el día siguiente y
el posterior y el que seguiría a aquél para garantizarse (sin ninguna
garantía) que lo que él deseaba o había previsto finalmente se hacía
realidad.
Yo le decía que el presente es el único momento en el que se puede
actuar y que era su responsabilidad descubrirlo e interactuar con el
mundo en el que vivía. Que yo entendía y alentaba la idea de
aprovechar la experiencia y que avalaba el tener proyectos, pero que
eso no debía distraerlo de vivir anclado a hoy. De hecho, le insistí, sería
maravilloso disfrutar siempre de la sorpresa que significa estrenar cada
día un nuevo e imprevisible presente. Un presente eterno y renovable.
Le conté entonces el famoso y divulgado enigma del banco que hoy
comparto también contigo:
Imagínate que existe un banco que cada mañana acredita en tu cuenta
la nada despreciable suma de 86.400 euros. Ni uno más ni uno menos.
Ochenta y seis mil cuatrocientos euros diarios para ti, sin pedir
explicaciones ni rendir cuentas. Ochenta y seis mil cuatrocientos euros,
tuyos y sin impuestos.
Imagínate que la única restricción de la cuenta que te ha sido
asignada es que por una incapacidad del sistema o una decisión del
donante, la cuenta no mantiene los saldos de un día para otro.
Cada noche al dar las doce, como el carruaje de Cenicienta vuelve a
convertirse en una calabaza, la cuenta elimina automáticamente
cualquier cantidad que haya quedado como saldo. Y lo peor: también
se desvanece cada euro retirado que no hayas gastado durante el día.
Si algo de saldo se ha perdido, te queda el consuelo de que al día
siguiente tendrás frescos y nuevos 86.400 euros para gastar; aunque no
puedes confiarte demasiado ya que nadie sabe decirte cuánto durará
este regalo.
¿Qué actitud vas a tomar?...
Seguramente retirar hasta el último euro y disfrutarlo con quien
decidas, claro.
—Cada uno de nosotros —le dije a Ricardo— tiene esa cuenta y tiene
ese regalo.
Cada mañana el banco del tiempo acredita a tu disposición 86.400
segundos, ni uno más ni uno menos, y cada noche, el banco borra el
saldo y lo manda a pérdida.
El banco no permite cheques posdatados ni admite sobregiros.
Si no usas tus depósitos del día, la pérdida es tuya.
—Es tu responsabilidad —le dije a Ricardo— invertir cada segundo
de tu tiempo para conseguir lo mejor para ti y para los que amas.
Ricardo, que se definía como un hombre muy creyente y un cristiano
practicante, me dijo al final de esa sesión, con la cara que ponen los
pacientes cuando se dan cuenta de algo:
—Yo nunca había entendido el padrenuestro hasta hoy.
No entendía de qué me estaba hablando. ¿Qué tendría que ver la
sagrada oración con mis alocadas ideas acerca de la salud mental?
Entonces Ricardo me explicó:
—Cada mañana, cuando rezo, le pido a Dios en el padrenuestro «...
danos hoy nuestro pan de cada día...». Y ahora entiendo algo que
nunca había notado: le pido a Dios que me dé «hoy» el de hoy. No
quiero hoy el de ayer, que quizás esté rancio y duro. No quiero hoy el
de mañana, que seguramente no esté horneado... Quiero hoy el de
hoy... ¡Qué bueno!
Le agradecí mucho a Ricardo su enseñanza de ese día, se lo sigo
agradeciendo hoy. Creyente o no, cristiano, judío, musulmán o ateo, el
próximo paso nos involucra a todos. Consiste en animarnos a vivir el
día de hoy sin reproches ni postergaciones. Animarnos a vivir cada
segundo que aparece, como un regalo en nuestra cuenta, cada día, en el
banco del tiempo.
paso 14
evita las adicciones y los apegos
Siempre que uno recorre un largo camino, aunque la recompensa sea
sabrosa y deseable, pasa por momentos difíciles. Coyunturas en las
que todo parece ir cuesta arriba. Como muchos, en algunos de esos
momentos tengo la sensación física de que mi cuerpo ya no resiste,
sobre todo si lo que sigue se presenta como el comienzo de una altura
difícil de escalar. Son tiempos en los que necesariamente pasa por
nuestra mente la tentación de quedarse en el lugar al que hemos
llegado y olvidarnos del objetivo.
Las circunstancias son diferentes de aquellas en las que debíamos
permitirnos descansar y festejar. Son tiempos en los que percibimos
que el descanso no es suficiente y que las fuerzas flaquean. Tiempos en
los que sería bueno volver a detenerse, pero esta vez para revisar el
equipaje.
En lo personal, en esos momentos que considero fundamentales,
siempre descubro en mi mochila una decena de cosas que no tengo que
seguir llevando y que están allí porque alguna vez fueron útiles,
porque alguien me pidió que las llevara, porque creí que eran
imprescindibles, porque el corazón no me deja abandonarlas en el
camino, cosas que cargo por lo mucho que me ha costado tenerlas, o
simplemente por si acaso.
Si pienso un poco, me doy cuenta de que todo ese peso terminará
impidiendo mi marcha. Es el lastre de lo que no sirve, la carga de lo
que no es imprescindible, la tara de lo que no compensa llevar si
comparo el esfuerzo que supone con el beneficio que ofrece.
Así funciona la tonta actitud de cargar con lo pasado, con lo viejo,
con lo rancio... y cuesta arriba.
Cuando hablo de dar el paso de deshacerse de lo innecesario, no me
refiero a arrojar al cubo de la basura la brújula que me regaló mi abuelo
y que me sigue siendo tan poco útil como entonces, aunque la adoro.
Hablo de esa segunda brújula que me compré a un precio que no valía,
enamorado de sus bronces y de sus letras en plata; esa hermosísima
brújula que nunca se supo hacia dónde apuntaba y que también llevo
en mi mochila, si soy sincero, más por lo que pagué por ella que por lo
que me sirve.
Muchos maestros de Oriente nos enseñan que somos seres espirituales
y que todos nuestros deseos terrenales no son más que la sombra que
nuestros cuerpos materiales proyectan sobre la tierra.
Acompañando esa metáfora, me pregunté un día si en ese
planteamiento no está la explicación de mucho, si no todo, lo que nos
pasa.
Imagínate que yo decida, siendo fiel a las pautas que la educación de
nuestra sociedad de consumo me ha sabido inculcar, correr tras las
posesiones que ambiciono o que se corresponden con mi ubicación
social, según la norma de mi entorno y mi época.
Si yo representara esa actitud a la luz de la metáfora planteada, sería
el equivalente de tomar la decisión de correr tras mi sombra.
Ahora bien, si cualquiera tomara tan estúpida decisión, ¿qué pasaría?
Primero, nunca alcanzaría lo que persigue.
Segundo, cada vez estaría más lejos.
Tercero, lo perseguido sería cada vez más grande.
Cada vez más grande, cada vez más lejos y con garantía de fracaso...
¿No hay peor verdad?
Pero ¿qué pasaría si ahora mismo me diera cuenta y, girando sobre
mis pasos, decidiera caminar hacia la luz, en lugar de correr tras la
sombra?
Pasarían simbólicamente tres cosas.
Poco a poco, la sombra sería más y más pequeña.
Cada vez estaría más cerca.
Y, finalmente, cuando me acercase mucho a la luz, la sombra
desaparecería por completo.
Éste es el camino de este paso, dejar de correr tras la sombra de
nuestro deseo de poseer, de acumular, de tener. Caminar en dirección
a la luz y dejar que las cosas que deseo me sigan hasta alcanzarme.
Este paso se refiere a deshacerse de todo tipo de adicciones, cosas,
personas, conductas, actitudes, ideologías. Se refiere a desapegarse de
todo lo que, de alguna manera, no es tuyo.
Lo único que verdaderamente te pertenece es aquello que no podrías
perder en un naufragio, dicen los sufís.
Y en la lista de aquellas cosas que seguramente se podrían perder,
empecemos por agregar nuestro ego vanidoso y narcisista.
Esto que te cuento sucedió realmente.
En una escuela de niños especiales, que tenían en común padecer
síndrome de Down, se organizó en primavera una jornada de
olimpiadas.
Todos los alumnos participaban al menos en alguna competición, y
muchos de ellos en más de dos.
El fin de la tarde era en la pista central de la escuela, donde se
correría la carrera de cien metros lisos delante de padres e invitados.
En la carrera participaban diez corredores que tenían entre ocho y
doce años. El profesor de educación física los había reunido unos
minutos antes y, con buen criterio educativo, les había dicho:
—Jóvenes, a pesar de ser una carrera, lo importante es que cada uno
de vosotros dé lo mejor de sí. No cuenta quién gane la carrera, lo que
verdaderamente importa es que todos lleguéis a la meta. ¿Lo habéis
entendido?
—Sí, señor —contestaron los niños y las niñas a coro.
Con gran entusiasmo, y ante el griterío de familiares, compañeros y
maestros, los corredores se alinearon en la línea de salida. Y tras el
clásico «¿Preparados? ¿Listos?», el profesor de gimnasia disparó una
bala de fogueo al cielo. Los diez empezaron a correr y, desde los
primeros metros, dos de ellos se separaron del resto, liderando la
búsqueda de la meta.
De repente, la niña que corría en penúltimo lugar tropezó y cayó.
El raspón en las rodillas fue menor que el susto, pero la niña lloraba
por ambas cosas. El jovencito del último lugar se detuvo a ayudarla, se
arrodilló a su lado y le besó las rodillas lastimadas. El público que se
había puesto de pie se tranquilizó al ver que nada grave había pasado.
Sin embargo, los otros niños, todos ellos, se giraron hacia atrás y al ver
a sus compañeros, retrocedieron. Al llegar consolaron a la jovencita,
que cambió su llanto en una risa cuando, entre todos, tomaron la
decisión. El maestro les había dicho que lo importante no era quién
llegara primero, así que entre todos alzaron en el aire a la compañera
que se había caído y la cargaron rompiendo la cinta de llegada todos a
la vez.
El periódico local ponía en su nota del día siguiente, con toda
precisión:
«La emoción más intensa de las olimpiadas especiales de ayer fue la
carrera de los cien metros lisos. Si usted no estuvo, pregunte a los
asistentes "¿Quién ganó?". No importa quién sea el interrogado, me
animo a asegurar que obtendrá siempre la misma respuesta: "En esa
carrera, ganamos todos".»
Puede que nos sonrojemos al darnos cuenta de todo lo que tenemos
que aprender para atrevernos a dejar pasar lo que no nos sirve y para
ser capaces de renunciar a lo que nos pesa llevar en la espalda; pero
hay al menos algunas noticias alentadoras. Por lo visto, tenemos de
quién aprender.
paso 15
corre solamente riesgos evaluados
Si hemos podido dar el paso hacia el desapego propuesto unos
párrafos atrás, o empezamos a darlo, sabremos entonces que muchos
de los riesgos que tanto tememos y que a veces condicionan
peligrosamente nuestra conducta son nimios. Los verdaderos riesgos,
en todo caso, nunca pasan por las pérdidas que se relacionan con los
aspectos económicos o materiales de nuestra vida.
Adam Smith, el más famoso de todos los economistas y uno de los
filósofos más leídos de la modernidad, decía que detrás de todas las
búsquedas del hombre había un fin económico; que el dinero y el
poder eran el último interés de la conducta de todas las personas. Pero
agregaba que esas dos búsquedas eran sólo la garantía de recibir lo
más importante y deseado: el reconocimiento del prójimo. Sentirse
valioso —decía Smith— y admirado por los demás.
Por si no queda claro, uno de los padres de la economía, uno de los
creadores de los modelos sociopolíticos de la filosofía de mercado nos
dice que, de todas maneras, el objetivo de la carrera por las cosas
materiales sigue siendo la mirada calificadora del otro (y agrego yo: su
aceptación, su compañía, su amor).
Así como en el capítulo anterior te proponía que aprendiéramos a
privilegiar la sincronía del trabajo conjunto antes que la lucha
despiadada por llegar primero, renunciando voluntariamente al
vanidoso esfuerzo que significa querer ganar cada carrera, aquí me
propongo alertarte sobre la necia actitud de arriesgar a veces las cosas
más importantes cuidando las menos valiosas, olvidando que éstas
sólo sirven para tratar de obtener o conservar aquéllas.
Trabajamos desmedidamente para que a nuestras familias no les falte
nada y les hacemos prescindir de lo que más necesitan, un padre o una
madre o su pareja. Confundimos el medio con el fin, el disfrutar con el
poseer, el temor con el respeto, la fama con la gloria, la popularidad
con la trascendencia y la sumisión con el amor.
Un viejo poema que circula por ahí nos dice que cada cosa, cada
actitud, cada acción es un riesgo que uno corre. Reír es un riesgo, llorar
es un riesgo, hacer cosas nuevas es un riesgo, hacer cosas diferentes es
un riesgo, amar es un riesgo, conocer gente es un riesgo, comer las
cosas que más le gustan a uno es un riesgo y viajar en avión también lo
es (por no hablar de los riesgos más autóctonos y actuales que
corremos diariamente por vivir en nuestras ciudades o aquéllos
referidos a la violencia creciente de nuestro planeta). Pero el poema
también nos dice que el mayor de todos los peligros es querer vivir una
vida sin correr ningún riesgo.
Cuentan que había una vez un hombre que trabajaba en un pequeño
pueblo del interior de un lejano país. Había conseguido ese trabajo, un
puesto muy codiciado, a pesar de que él vivía en una aldea vecina, al
otro lado del monte. Cada día, el hombre se despertaba en su pequeña
casa en la que vivía solo, preparaba sus cosas y salía al sendero para
caminar durante tres horas antes de llegar a su trabajo. No había otra
manera de viajar que no fuera andando a través del monte. El ritual se
repetía al anochecer en dirección contraria, hasta que el trabajador
llegaba a su casa rendido y apenas tenía tiempo para cocinarse alguna
cosa y dormir hasta la madrugada del día siguiente.
Así durante cuarenta años...
Una mañana, al llegar al pueblo, casi sin haberlo pensado, se acerca a
su jefe para decirle que va a dejar el trabajo. Le dice que ya no está en
edad de hacer semejante caminata, dos veces al día, que lo ha hecho
durante cuarenta años y que ya no quiere hacerlo más.
El otro hombre, mucho más joven que él, le pregunta con genuina
sorpresa por qué en esos cuarenta años no se ha mudado de pueblo.
El trabajador baja la cabeza y contesta:
—Lo pensé. Pero como no sabía si el trabajo iba a durar... no quise
correr riesgos...
El siguiente paso de nuestro camino es, pues, animarnos a correr
algunos riesgos. Y, sobre todo, es evaluar los riesgos que corremos. No
es sensato que pienses que te estoy proponiendo que te atrevas a saltar
del décimo piso a la calle, ni te estoy empujando a jugarte el dinero a
las patas de un caballo, ni te estoy sugiriendo que tengas relaciones
sexuales sin cuidado, ni que explores cómo se siente uno al consumir
drogas...
Dije y digo que hay mucho por aprender y muchos de quienes
aprender.
Digo hoy que ciertamente siempre podemos aprender algo de
cualquiera.
Digo hoy que no debemos pretender aprender todo de alguien.
Digo hoy, aunque suene antipático, que hay algunas cosas que es
mejor no aprender.
Te estoy proponiendo que corras riesgos evaluados y que descartes
aquellas actitudes y conductas cuya consecuencia posible no alcance a
justificar el riesgo que has corrido o cuyo máximo beneficio no
compense el daño al cual te expones.
Hace un par de meses, mientras cenábamos en el Siete Puertas de
Barcelona con mis amigos Miguel y Oriol, hablábamos de proyectos
editoriales. Miguel nos contaba de un riesgo empresarial bastante
grande que valoraba afrontar. Fue entonces cuando nuestro amigo
catalán dijo esta frase que comparto contigo para cerrar este capítulo:
Es arriesgado lanzarse a la piscina
sin saber si hay agua...
y a veces hay que hacerlo.
Pero es siempre una tontería absurda tirarse
sin saber siquiera si hay piscina...
paso 16
aprende a negociar lo imprescindible
Así como algunos vocablos caen en desuso y quedan en boca de
algunos que los seguimos usando denunciando así nuestra edad o
nuestro origen, existen palabras que se convierten en populares y se
utilizan para definirlo todo, explicarlo todo y solucionarlo todo. A este
grupo pertenece la palabra «negociación». Haciendo gala de una
injusta y exagerada popularidad el verbo «negociar» se confunde, se
implica y se sobrevalora, desplazando a sus antecesores, a veces más
pertinentes.
Demasiadas veces se llama negociar a dialogar, a someterse, a
resignar, a exigir, a ceder, a debatir, a delegar o a dividir
responsabilidades,
a
imponer
condiciones,
a
promediar
insatisfacciones, o a la simple búsqueda de un acuerdo.
Aprender a negociar es útil, por supuesto, sobre todo en el área de
los negocios. Es allí donde la mutua conveniencia puede significar la
pérdida de algunos beneficios a cambio de una actitud reflejada del
otro, que también está allí para crear SU negocio. Sin embargo, querer
extender este razonamiento a todos los casos me parece un peligroso
error, cuando no una sutil inducción a una manera poco ética de
razonar los vínculos.
En las relaciones no comerciales hay poco que negociar. No creo en
esas parejas que parten de la idea de sacrificar lo que más les gusta por
complacer al otro, a cambio de que éste admita privarse de lo que más
le gusta. No creo que la medida de las relaciones interhumanas sea lo
que soy capaz de ceder, si no lo que somos capaces de compartir.
No termina de gustarme el enunciado casi mercantilista pero
universalmente aceptado de «hoy por ti y mañana por mí». Primero,
porque me gustaría más que pudiera ser hoy por ti, mañana también y
pasado otra vez por ti (¿por qué no?). Segundo, porque lo que te doy
no puede ser negociado (en la base de la verdadera ayuda está la
gratuidad de lo que doy). Y tercero, porque incluso si alguno de los
dos decide ceder generosa y desinteresadamente algo de lo que tiene,
voto para que su educación le haya enseñado a diferenciarlo de sus
inversiones comerciales, y que sepa que su recompensa ya se está
dando. Nadie debe compensarme por aquello que doy con el corazón,
mi recompensa es poder darte y nada hay para negociar, ni en el cielo
ni en la tierra.
Esto que escribo toma un aire dramático cuando, en el consultorio de
los terapeutas, o en los dormitorios de las casas o en los grupos de
amigos reunidos alrededor de una mesa, las parejas hablan de negociar
maneras de ser y de actuar. Estrategias para ceder artificialmente a
cambio de un gesto equivalente del otro. Dejar de ser el que soy como
argumento para forzar a alguien a que renuncie a ser el que es. ¡Es
horroroso!
El paso que propongo consiste en aprender a «negociar» solamente
en los negocios, en los litigios, en los conflictos. En la política, si no
podemos encontrar un acuerdo, y en la guerra sólo para acercar el
camino hacia la paz.
En los demás casos, y especialmente en nuestras relaciones amorosas
y significativas, sería mejor cambiar de verbo para evitar confusiones.
En la amistad, en la familia y en la pareja me gustan mucho más los
acuerdos que las negociaciones, y prefiero siempre las renuncias a los
sacrificios. Me gusta ayudar a mis pacientes a que se den cuenta de lo
que tienen ganas de hacer para resolver su desencuentro, pero no
admito las frases miserablemente especulativas que se enuncian desde
el «yo haré esto si tú haces esto otro...».
A pesar de todo, prefiero la negociación antes que la imposición del
criterio de uno sobre otros. Prefiero la negociación a la violencia, a la
mentira o al engaño. La prefiero antes que la manipulación o la fuerza
bruta.
Y cuando negociar sea el único o el mejor camino habrá que tener en
cuenta, de todas formas, algunas cosas. Habrá que saber si podemos
confiar en aquellos con los que negociamos, habrá que ofrecer lo que
podemos conceder y no pedir lo que sabemos que no pueden darnos.
Es necesario ser conscientes de que sólo es posible o razonable ceder
hasta donde nuestra realidad interna o externa nos lo permite, y que el
otro está en la misma situación.
Por salvar al hijo del zar, que se ahogaba en el río, tres campesinos
fueron recibidos en palacio, donde el monarca les invitó a elegir su
recompensa. El primero pidió la mano de la princesa, el segundo
solicitó poder absoluto sobre su condado y el tercero, después de un
silencio, pidió solamente una bolsa de monedas. Los otros dos lo
acusaron de estúpido y de no saber aprovechar una oportunidad única.
El tercer hombre les dijo:
—Si es intención del zar darnos algo, cosa que dudo, yo quiero estar
seguro de pedir aquello que puede ser que me conceda...
Tienes razón si estás pensando que hay algunas situaciones en las
que «la posibilidad» de un acuerdo «no es posible». ¿Qué hacer
entonces?
La respuesta es tan obvia como importante: habrá que aprender a
negociar el desacuerdo, aun cuando esto signifique, como decía más
arriba, una lisa y llana renuncia a algunas de mis pretensiones, sin
resentimientos ni esperando la revancha. La simple pero difícil
aceptación de la realidad tal como viene... aunque sólo sea para usarla
como punto de partida de la lucha por una realidad diferente.
Presta atención a esta historia.
Cuentan que, hace muchísimos años, en un pequeño pueblo de
Inglaterra, sucedió algo que cambió para siempre la vida del joven
Mortimer y la de sus dos amigos.
Una mañana, cuando iba de camino a la escuela, el jovencito divisó a
un lado del bosque un enorme nogal cargado de nueces. Sorprendido,
porque nunca lo había visto, se acercó sigilosamente hasta el
alambrado y evaluó de un vistazo las posibilidades de robar alguno de
esos frutos sin ser atrapado. Rápidamente se dio cuenta de que no era
un trabajo para hacer en solitario; necesitaría ayuda si esa noche quería
comer nueces con su pudín. Al llegar a la escuela, contó a sus futuros
cómplices lo que había visto, y decidieron dar el golpe esa misma
tarde, cuando salieran de clase. Así fue. Mientras Mortimer vigilaba el
sendero para evitar ser atrapados, uno de sus amigos hacía de pilón
para que el más ágil y pequeño de los tres trepara por el tronco e
hiciera caer las nueces.
Apenas Mortimer vio que se acercaba un carro, dio la alarma y los
otros recogieron las nueces caídas y salieron corriendo para
encontrarse con Mortimer en el bosque.
Allí, jadeando y riendo, los ladronzuelos vaciaron los bolsillos y
miraron con satisfacción el pequeño montoncito de nueces
conseguidas.
—Hay que repartirlas —dijo uno.
—Sí —dijo otro.
—¿Cuántas son? —preguntó el tercero.
Y contaron... 1... 2... 3...
Eran 17.
Los tres se miraron mientras multiplicaban buscando alternativas en
la tabla del 3...
3 × 4 = 12... 3 × 5 = 15... 3 × 6... ¡18!
Finalmente, Mortimer tomó la palabra.
—Ya que yo soy el que dio la información, creo evidente el reparto
que hay que hacer: cinco para cada uno y las restantes dos para mí.
—En todo caso —dijo el que había trepado—, una para ti y otra para
mí, porque si yo no hubiera subido...
—Un momento —interrumpió el tercero—, que si yo no te hubiera
sostenido nunca habrías podido coger ni una sola nuez. Así que...
Como no pudieron llegar a un acuerdo, decidieron preguntarle al
viejo sabio que vivía en el claro del bosque. Él los ayudaría. Lo
encontraron en su cabaña y le explicaron el problema del reparto. El
viejo escuchó y preguntó:
—¿Y queréis que reparta las nueces por vosotros?
—Sí —dijeron los tres.
—¿Y cómo queréis que lo haga? —preguntó el anciano—. ¿Un
reparto natural o como a mí me parezca...?
—No. Como a ti te parezca no. Queremos un reparto natural, lo más
natural que puedas... —dijeron los tres casi a coro.
El viejo contó las nueces y luego las fue repartiendo. Le dio al que
había hecho de sostén 11 nueces. Al que había trepado le dio 4 y a
Mortimer, sólo 2.
—¿Qué es esto? —preguntaron todos, descontentos por igual—. Te
dijimos naturalmente, no como tú quisieras...
—Si lo hubiese hecho como yo quería, hubiese sido más equitativo.
Hubiera puesto en manos de cada uno cinco nueces, hubiera abierto las
restantes dos, hubiera agregado a vuestra posesión media nuez más
para cada uno y me hubiera comido la última mitad en pago por mi
participación, para no favorecer a ninguno de los tres. Pero vosotros
me pedisteis que fuera un reparto natural. Pues bien, la naturaleza es
así, a unos les da mucho; a otros, algo menos, y a algunos no les
concede casi nada.
La realidad de la vida no siempre es equitativa, y es más, la mayoría
de las veces es bastante injusta. Pero este concepto no debería
desmoralizarnos, ni mucho menos ser utilizado como argumento para
otras injusticias más «humanas». Por el contrario, debería reafirmarnos
en el compromiso vital de cada persona con su entorno. El hombre,
gregario por naturaleza, debe actuar, legislar y gobernar teniendo
presente la negociación interna entre su pretensión y la realidad, entre
sus intereses y los de otros. Esto es casi una obviedad, pero la tarea
más importante es otra y mucho más difícil: consiste en la ciclópea
tarea de intentar acomodar las distorsiones que plantea el desigual
reparto de recursos y posibilidades que el azar distribuye entre las
personas. Consiste en luchar por igual por nuestra felicidad y por la de
todos.
paso 17
iguala sin competir
Con una regularidad inesperada, siento que me despierto muchas
mañanas navegando con dolor en los mares del odio del mundo. Sin
terminar de despertarme del todo, últimamente me inquieta
comprobar que, viendo las páginas de las noticias, necesito leer el
epígrafe de las fotografías para saber si pertenecen a nuestro país, a un
pueblo vecino o a hermanos de países más lejanos.
Y lo peor es que, desde hace algunos años, frecuentemente
compruebo con espanto que esas imágenes son de aquí. De aquí
mismo. La barbarie, el daño, la crueldad o la simple injusticia de una
muerte absurda han ocurrido a cinco, a diez o a cuarenta minutos de
nuestra casa. La víctima es muchas veces alguien como tú o como yo,
alguno de los que, con o sin conciencia, nos encontramos cautivos de
un mundo cada vez más violento.
Es triste darse cuenta de que unos y otros, víctimas y victimarios,
agresores y represores, opositores y oficialistas, tienen algo de razón en
su discurso; y no nos sirve de consuelo reconocer que hemos llevado
en nuestra voz algunas de las ideas que hoy se enarbolan para justificar
lo injustificable.
Pero es más triste todavía ver que, de alguna manera, estamos todos
amenazados por alguno de los fantasmas que asolan las sociedades a
punto de destruirse: la resignación, el miedo y el deseo de venganza.
En este recorrido que nos hemos propuesto en dirección al desarrollo
de cada persona, el próximo paso será necesariamente el de ayudar a
que se dé el cambio que la sociedad necesita, y esto empieza por fuerza
hermanándonos con aquellos a quienes la vida castiga hoy más
duramente. Hablo, como diría Lima Quintana, de ayudar a los que
quedaron rezagados. Y no se trata de encontrar la manera de que nadie
tenga paz y entonces obtengamos el consuelo del mal de muchos, sino
que estamos en camino y que nuestra lucha es para igualar hacia arriba
y no hacia abajo.
En la consulta, un terapeuta confirma con regular asiduidad que ese
intento un tanto miserable de igualar en la desgracia a los que
disfrutan de un mejor pasar está muy lejos de estar reservado a la
lucha de clases o a los que se sienten víctimas de grandes injusticias.
Ella, una atractiva mujer cercana a los cuarenta, se cuestionaba en su
terapia la decisión de divorciarse que había tomado casi
intempestivamente un año antes. Sin embargo, lo que decía no parecía
la expresión del dolor de quien ha perdido o ha visto rota su pareja. A
ella le irritaba hasta la exasperación el hecho de que su «ex», como ella
lo llamaba, a los seis meses ya «había encontrado otra» y, según sus
propias palabras, «se lo estaba pasando demasiado bien». Con este
último justificante ella se ocupaba, cada día, premeditada y
alevosamente, de molestarlo un poco, con sus reclamaciones, reproches
o exigencias, absolutamente impertinentes.
—No puede ser que esté disfrutando de la vida «de lo más
campante»... —me decía—, es injusto. Que sufra un poco, como sufro
yo.
Podríamos interpretar esta conducta como un intento de llamar la
atención de su antiguo marido tanto como podríamos interpretar la
conducta extrema de algunos grupos de violentos en la misma línea,
pero eso no evitaría, creo, la creciente sensación de intimidación y
agresividad en la que vivimos los habitantes de nuestro amenazado
planeta.
No es necesario poner más acento en detallar los efectos
devastadores que esta inquietud, transformada en estrés crónico, tiene
sobre nuestra existencia, psíquica, física y espiritualmente. Los efectos
del estrés son muy conocidos en los tiempos que corren, tanto en
nuestro rendimiento laboral como en nuestra vida afectiva, y los
profesionales de la salud conocemos demasiado bien los mecanismos
de deterioro de la calidad de vida y la amenaza a nuestro pronóstico
real de años de vida.
Sabemos y hemos confirmado que la primera respuesta de nuestra
sociedad, la de aumentar la respuesta represiva para volverla una
amenaza frente a los actos de los violentos, no ha dado resultados
satisfactorios, y aseguro que no los dará a largo plazo. La ayuda que la
corrección de las leyes puede aportar es indispensable, pero no
suficiente. La actitud de ignorar a los antisociales, en la supuesta
esperanza de que, al verse excluidos, modifiquen su actitud, parece
ingenua y peligrosa para nuestra integridad. Nos encontramos, pues,
en lo que parece ser un callejón sin salida.
A veces, cuando la seriedad del pensamiento academicista no
alcanza, el humor viene en nuestra ayuda. Decía el genial humorista
Landrú en un epígrafe de la famosa y tristemente desaparecida revista
argentina Tía Vicenta:
«Cuando esté en un callejón sin salida, no sea tonto, salga por donde
entró.»
Si la idea planteada de la génesis del problema, a partir de un desvío
de la transmisión cultural, tiene algo de verdad, parece obvio que el
camino de la solución deberá empezar centrándose en la educación
que damos a nuestros hijos.
Y como casi todas las cosas, en educación, cuanto antes, mejor.
No me refiero sólo a la educación formal de la escuela primaria, me
refiero a todos los niveles educativos. Hablo de la responsabilidad de
los padres, de los docentes y profesores de todos los niveles de la
educación, de los empresarios, de los artistas y de los dirigentes. Hablo
de trabajar juntos para atacar los condicionamientos de las pautas de
éxito comparativo que condicionan nuestra conducta desde el mercado
laboral, social, familiar y espiritual. Hablo de la escuela, del
periodismo, de la familia, de la pareja, de la televisión y del arte. Hablo
de terminar de una vez y para siempre con la idea de la «sana
competencia», acomodaticia y falsa justificación de esta distorsión de
nuestra sociedad. De hecho, me gustaría dejar por escrito mi posición,
por cierto, comprensiblemente discutible. Para mí no existe la «sana»
competencia; he aprendido que no es imprescindible y que,
difícilmente, se obtenga algo saludable de tal sanidad.
En todo caso, y si debemos aceptar que existe en nosotros una
tendencia innata a la comparación con otros, dejemos esos aspectos
limitados al deporte. Solamente en ese campo la competencia puede
transformarse en un juego liberador de comparación de habilidades y
recursos. Sólo a través del deporte se podría sublimar este aspecto
nefasto. Una digresión momentánea que nos permita volver a nuestro
mundo cotidiano sin necesidad de demostrar que soy capaz de
conducir más rápido que nadie por la avenida costanera después del
estúpido triunfo que para algunos es haber bebido más que ninguno.
Los ancianos del Consejo de una antigua aldea llegaron hasta la choza
de un viejo maestro. Iban a consultar al sabio sobre un problema del
pueblo.
Desde hacía muchos años, y pese a todos los esfuerzos del Consejo,
los habitantes habían empezado a hacerse daño. Se robaban unos a
otros, se lastimaban entre sí, se odiaban y educaban a sus hijos para
que el odio continuara.
—Siempre hubo algunos que se apartaban del camino —dijeron los
consejeros—, pero hace unos diez años comenzó a agravarse, y desde
entonces ha empeorado mes a mes.
—¿Qué pasó hace diez años? —preguntó el maestro.
—Nada significativo —respondieron los del Consejo—. Por lo menos
nada malo. Hace diez años terminamos de construir entre todos el
puente sobre el río. Pero eso sólo trajo bienestar y progreso al pueblo.
—No hay nada de malo en el bienestar —dijo el sabio—, pero sí lo
hay en comparar mi bienestar con el del vecino. No hay nada de malo
en el progreso, pero sí en querer ser el que más ha progresado. No hay
nada de malo en las cosas buenas para todos, pero sí en competir por
ellas. La solución es un cambio de sílaba...
—¿Cambio de sílaba? —preguntaron los del Consejo.
—Debéis enseñar a cada uno de los habitantes del pueblo que si a la
palabra competir le cambian la sílaba central PE por la más que
significativa sílaba PAR, se crea una nueva palabra: com-PAR-tir...
Cuando todos hayan aprendido el significado de compartir, la
competencia no tendrá sentido y, sin ella, el odio y el deseo de dañar a
otros quedará sepultado para siempre.
Tú ya sabes que, equivocado o no, yo reniego de los méritos que se le
atribuyen a la competencia salvaje por ser el mejor, y que incluso en el
área deportiva me fastidian las consecuencias de las pasiones fanáticas
que algunas veces consiguen trasladar la noticia de un partido de
fútbol, de las páginas deportivas, a las crónicas policiales. Sin embargo,
puedo reconocer que es imposible convivir en nuestra sociedad
desconociendo que cierto grado de competitividad es inherente al
entorno profesional, social y familiar.
La lingüística nos ayuda a salvar tal incongruencia cuando nos
permite diferenciar el significado de la competencia en el sentido de la
rivalidad y de la batalla entre varios por ser los mejores, y la
competencia en el sentido de volverse competente en lo que cada uno
hace.
En este último sentido podemos hablar de sana competencia. El
deseo que, en última instancia, nos llevará, si necesitamos poner un
punto de referencia, a ocuparnos, en el mejor de los casos, de mejorar
el promedio.
Y, de hecho, en un sentido pragmático, la mayor parte de las veces el
éxito en los resultados no nos pide ser los mejores, sino actuar más
adecuadamente, más eficazmente o más sabiamente que la mayoría.
Para recorrer este camino de crecimiento (sin rivalidades, sin
enfrentamientos, sin la idea del gana/pierde) no es necesario vivir
controlando lo que otros hacen o pueden hacer. Para esto siempre,
repito, siempre son necesarios el trabajo, la disciplina y el esmero que
se mide por el tiempo que dediquemos a mejorar nuestro potencial; la
medida en que nos ocupamos de crecer, explorar, intuir, practicar y, a
partir de ello, aprender a aprender, como dicen los maestros de
Oriente.
Déjame que te cuente una graciosa historia que nos obliga a
reflexionar sobre nuestro tercer paso de esta segunda etapa.
Dicen que una vez, en algún lugar de África, un explorador fue
capturado por un grupo de soldados mercenarios que, después de
desarmarlo, decidieron llevarlo ante el comandante para que éste
decidiera su suerte. El extranjero había intentado resistirse, pero el jefe
del grupo le había advertido que los acompañara sin forcejeos o le
matarían allí mismo.
Rodeado de diez hombres armados, fue forzado a caminar hacia el
campamento a través de un extenso llano que empezaba donde
desaparecía la selva. Uno de los hombres caminaba unos veinte metros
delante del resto señalando el camino.
De pronto, el guía gira sobre sus pasos y corre hacia la selva.
—¡Huyamos! —les grita—. ¡Un leopardo nos ha olido y viene hacia
aquí!
La mayoría de los soldados, que conocen la velocidad y agilidad del
leopardo, tiran lo que llevan en la mano y empiezan a correr. El
explorador, ya sin el control ni amenaza de sus captores, se sienta en el
suelo, saca de su mochila un par de zapatillas y empieza a sacarse las
botas para cambiarse de calzado. El jefe de los soldados lo mira
mientras empieza a escapar y le grita:
—¡Qué idiota eres! Pierdes unos segundos de oro. El leopardo corre a
doscientos kilómetros por hora. ¿Qué importancia tiene si corres con
zapatillas o con botas?
El explorador acabó de calzarse las zapatillas y empezó a correr
mientras le gritaba al mercenario:
—Yo no necesito correr más rápido que el leopardo. Para salvarme
de sus dientes, lo único que necesito es correr más rápido que algunos
de vosotros... y para eso necesito ponerme las zapatillas.
El paso que propongo consiste en ser capaces de aumentar nuestra
idoneidad y volvernos más y más competentes pero menos
competitivos. No hemos de confundir el saludable hecho de intentar
ser la mejor persona que podemos ser con la gozosa vanidad de
acariciarse el ego por haberlos derrotado a todos.
paso 18
no temas al fracaso
Aprender a negociar es, como dijimos, aprender a renunciar a un
pedacito de lo que deseamos. Para muchos de nosotros esto es
equivalente a un fracaso y, para casi todos, esta palabra equivale a una
gran catástrofe personal. Tanto, que solemos enfadarnos, maltratarnos
y agredirnos cada vez que algo no sale como queríamos, como si no
tuviéramos en cuenta que la frustración es el comienzo del aprendizaje.
El desarrollo personal, que como venimos diciendo es el logro más
importante de nuestra vida, representa a la vez meta y desafío, y es
condición para la propia realización, así como estación forzosa para
descubrir nuestra capacidad de ayudar a otros.
Pero a este crecimiento interno, tal como lo concibo, no se puede
acceder más que a través de la experiencia cotidiana de vivir y de
equivocarse. Aprender es la cosecha de recrear lo vivido, mucho más
que un mero ejercicio intelectual.
De hecho, desde lo pedagógico, sólo se puede aprender desde el
error. Si haces algo bien desde la primera vez, puede ser que halagues
tu vanidad, pero no aprendes nada. Ya lo sabías. Si está en juego tu
vanidosa lucha por el éxito, tus alegrías provendrán solamente del
logro de lo perfecto. Si lo más importante está en el aprendizaje, y con
él el crecimiento, entonces equivocarse será una parte esencial y
deseable del proceso.
Aunque nos equivoquemos, es constructivo haber hecho lo hecho. Al
menos alguna cosa habremos aprendido de ese fallo. Tal vez
aprendimos que ésa no era la manera; tal vez que ése no era el
momento; tal vez que ésa no era la persona o quizá, ¿quién sabe?..., que
hacer eso no era tan sencillo.
Mis primeros años en la profesión fueron duros y llenos de todo tipo
de necesidades, como para la mayoría de mis compañeros de
promoción. Los más cautos supieron esperar su momento, los más
inteligentes encontraron más rápidamente su rumbo, los más
afortunados se cruzaron con una oportunidad que los llevó a su
desarrollo definitivo. La mayoría buscamos durante años la
probabilidad de insertarnos holgadamente en nuestro futuro. Yo, que
hacía cuarenta y ocho horas de guardia psiquiátrica en una clínica
privada y asistía al servicio de psicopatología del hospital Pirovano,
sacaba tiempo para algunas actividades adicionales. En paralelo a mi
profesión de médico, fui mozo de almacén, taxista, vendedor de libros,
agente de seguros y protagonista de alguna que otra pequeña aventura
económica (como fabricar bolsos deportivos o comprar coches de
ocasión para revenderlos).
Un día conocí en la clínica a un hombre que venía a entregar un
material desechable que se necesitaba en la enfermería. Mientras
tomábamos un café a la espera de la secretaria administrativa que le
daría su cheque, me habló de un proyecto en el que estaba embarcado.
Estaba estableciendo contactos con una empresa alemana para la
importación de unas cánulas de perfusión, que eran una gran novedad.
Dado que no había abastecimiento en el país, el negocio podía ser muy
próspero con poca inversión si uno tenía, como él, todos los contactos.
De hecho, estaba a la espera de una nota del exterior nombrándolo
representante para Argentina y Latinoamérica.
Mientras hablaba, yo me preguntaba qué posibilidades habría de que
me permitiera participar, aunque fuera minoritariamente, de la
importación. Me pareció una buena idea invitarlo a mi casa a cenar y
hablar un poco del negocio con tranquilidad.
Ese viernes nos reunimos sobre las ocho para comer unos tallarines
que mi esposa había cocinado. En los postres, mientras el invitado me
daba los detalles, Perla me llamó a la cocina para que la ayudara a
llevar el café y unos trozos de pastel.
—No hagas negocios con ese tipo —me dijo al pasar.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Qué ha pasado?
—Nada —me dijo—, pero no me gusta.
—¿Qué le has visto? —indagué—. A mí me parece un tipo fantástico.
—No le he visto nada... pero no sé..., no me gusta —insistió,
arrugando el ceño como quien huele a podrido.
—No, mi amor —me quejé—. Dame una razón.
—No sé —insistió... Y después de una pausa me dijo—: No me gusta
su corbata.
Yo le dije que era ridículo descartar una oportunidad de ganar dinero
sólo porque a ella no le gustaba la corbata de quien podía ser nuestro
socio.
No vale la pena ahondar en detalles. Finalmente, Perla aceptó lo
ilógico de su sospecha y nos metimos en el negocio con una gran parte
de nuestros pocos ahorros.
Ya te imaginas el final. La importación, si era cierta, nunca llegó y el
señor desapareció del mapa llevándose todo lo que algunos habíamos
aportado, dejando tras de sí un montón de papeles inútiles que
quedaron como recuerdo de una pequeña y costosa estupidez.
No quiero hablar aquí de mi poco tino, ni de mi poca habilidad para
los negocios que acepto y reconozco desde entonces, sino de la
importancia de un factor que solemos despreciar: la intuición. A todos
nos pasa que, a punto de hacer algo, sentimos que se nos enciende una
luz roja o tenemos un inquietante temblor inexplicable. He aprendido
que la intuición funciona como la suma de lo que percibimos sin poder
expresar en palabras. Vemos sin saber cómo ni por qué algo que
nuestra razón no comprende.
En lo personal, yo aprendí con los años que esta capacidad, la
intuitiva, no puede ni debe reemplazar a nuestro intelecto ni a nuestra
experiencia, pero puede sernos de gran ayuda. El pequeño episodio
relatado me ha servido de mucho. Nunca cierro un trato con nadie sin
invitarlo a comer a mi casa. Al formalizar la invitación, siempre aclaro
que es imprescindible venir con corbata...
Nuestro temor a equivocarnos es el resultado de nuestra educación.
Desde la niñez nos han dicho que debemos intentar no cometer
errores. Y ésta es una de las enseñanzas más importantes en todas las
sociedades del mundo, la más condicionante de las pautas de nuestra
cultura y el más dañino de todos los mandatos.
Hoy es casi tarde, pero si hubieras venido a verme cuando tenías
cinco años, hubiera sido fácil transformarte en un superdotado.
Hubiera bastado con establecer un sistema de premios, donde se te
recompensara por cada error que fueras capaz de inventar y cometer.
Como es evidente que sólo se aprende de los errores, te volverías en
poco tiempo un niño genial. Es cierto que yo no me hubiera atrevido,
pero de todas maneras, no perdimos nada porque tus padres tampoco
te hubieran permitido seguir en ese sistema educativo.
Nuestra cultura se distancia mucho de este camino, aunque sostenga
que persigue ese fin. Sobrecargamos a los niños con más y más
exigencias de acertar y, por eso, lógicamente los condicionamos para
creer que necesitan siempre a alguien, más poderoso o más autorizado,
que les diga qué es lo adecuado y lo inadecuado de sus creencias.
Queremos padres que nos enseñen qué está bien, para protegernos de
todo mal; queremos leyes duras que decidan qué debemos hacer y
quiénes deberíamos ser, y que castiguen con crueldad a los que no
estén de acuerdo; queremos gobernantes celadores que nos carguen de
mandatos, razones y amenazas, para que la sociedad no cometa más
errores y no tengamos más sorpresas ni sobresaltos. De alguna manera,
actuamos como si no quisiéramos crecer; como si nos gustara seguir
siendo niños, deseando que algún otro se ocupe de todo; alguien que,
desde arriba, en el sentido político, geográfico o divino, nos obligue a
todos a hacer «lo correcto» y nos proteja de la soledad, del abandono,
del dolor y del desprecio de los que no nos permiten equivocarnos. De
muchas formas, estamos entrenados para evitar el error, y sólo
haciéndolo y esperando lo mismo de los demás nos sentimos seguros.
Te propongo una vez más que nos riamos juntos de ti y de mí, de
todas las veces que actuamos como el protagonista de esta historia.
Un hombre invita a una amiga a ver una película de aventuras. En la
puerta del cine le cuenta que él ya la ha visto y que le gustó tanto que
ha decidido volver.
A media película, él le dice:
—Qué te apuestas a que cuando llegue al piso, no entra.
—Pero si ya has visto la película... —lo increpa la joven.
—Sí. Qué te apuestas a que no entra en el piso...
La chica no contesta, pero en la película el protagonista entra en su
piso y es golpeado salvajemente por los que lo estaban esperando.
El hombre mira a la mujer, que lo contempla sobresaltada y le
explica:
—Es que pensé que después de la paliza que le dieron ayer hoy no
iba a entrar...
paso 19
vuelve a empezar
Si en el capítulo anterior intentamos rescatar el valor de equivocarse,
como parte del proceso de aprender del error, en éste intentaremos
jerarquizar la perseverancia y el coraje de aquellos que se animan a
volver a empezar. Después de todo, de eso se trata el mecanismo
profundo de llegar al lugar deseado, por materialista, mundano,
importante o celestial que sea ese lugar.
En el camino de nuestra vida, una y cien veces llegamos a puntos
muertos, lugares sin retorno, situaciones a las cuales nos ha conducido
un error tan importante que ni siquiera tiene corrección. En esos
momentos cabe recordar este paso. La decisión de volver a empezar.
Hace miles de años, Heráclito lo dijo en una sola frase que representa
la inapelable verdad de lo obvio: «Nadie se baña dos veces en el mismo
río».
Comenzar «de nuevo» y no otra vez, rescatando de nuestro recorrido
anterior el registro de lo aprendido al equivocarnos, para intentar
encontrar los nuevos errores de este nuevo trayecto.
Este paso se llama «Vuelve a empezar», pero no en el sentido de
hacer lo mismo otra vez, sino en el sentido del retorno, del retroceso,
de caminar hacia atrás hasta el lugar donde erré el rumbo o al lugar
desde el cual no hay camino.
Volver a un lugar en el que ya estuve, sabiendo que la situación ya
no será la misma y el espacio será diferente.
Volver con la conciencia de que, aunque todo haya cambiado, yo seré
el mismo y, paradójicamente, con la certeza de que en realidad ni
siquiera yo seré exactamente el que era...
Hace diez años tuve el privilegio de asistir al congreso de
«Comunicación y cambio» que se convocó en Roma. Era la segunda
vez que yo pisaba Europa y mi fantasía era, después de finalizado el
congreso, aprovechar para conocer Taormina.
Nada que pueda ser dicho en palabras puede describir esa bellísima
ciudad de Sicilia.
Los paisajes, la gente, la ciudadela amurallada en lo alto, con calles
tan estrechas que no permiten la entrada de automóviles, la vista del
Mediterráneo y, por supuesto, el Etna; el volcán que, humeando
constantemente, recuerda que está dormido, pero vivo.
Después de caminar un día por la ciudad, uno comprende algunas
palabras del genial Luigi Pirandello y de la novela Te acordarás de
Taormina de Silvina Bullrich.*
Recordaré por muchos motivos este viaje, pero sobre todo por una
pequeña conversación que mantuve con Giovanni.
Este siciliano era un atlético hombre de unos treinta y ocho años que
atendía un pequeño bar en Nicolosi, el pueblo que está enclavado en la
ladera este del volcán. El Etna tiene dos laderas, una empinada y otra
llana: la primera por donde el volcán derrama lava cuando entra en
erupción y la otra más segura donde la lava nunca llega. Nicolosi, el
pueblo de Giovanni, no está en la ladera segura, está levantado a ocho
kilómetros bajo el cráter, en la ladera peligrosa del Etna.
El pueblo tiene calles de lava y fue reconstruido siete veces, una
después de cada erupción del Etna, siempre en el mismo lugar.
—¿Por qué reconstruyen este pueblo aquí, una y otra vez?
—pregunté adivinando la respuesta.
—Mire... mire —me dijo Giovanni, apuntando su huesudo dedo al
Mediterráneo—, mire el mar y la playa, y mire la montaña, y la
ciudad... Éste es el más bello lugar del mundo... Mi abuelo siempre lo
decía.
—Pero el volcán... —le dije— está activo... Puede volver a entrar en
erupción en cualquier momento.
—Mire, signore, el Etna no es caprichoso ni traicionero, el volcán
siempre nos avisa; jamás estalla de un día para otro. —Y como si fuera
obvio, siguió—: Cuando está por «lanzar», nos vamos.
—Pero ¿y las cosas?: los muebles, el televisor, la nevera, la ropa...
—protesté—, no pueden llevárselo todo...
Giovanni me miró, respiró profundamente apelando a la paciencia
que los sabios tienen con los ilustrados y me dijo:
—¡Qué importancia tienen esas cosas, signore!... Si nosotros
seguimos con vida... todo lo demás se puede volver a hacer.
A finales de 2005, las fotografías de todos los diarios mostraban las
espantosas imágenes de la lava barriendo una vez más Nicolosi.
No había víctimas, el pueblo había sido evacuado antes de que la
erupción destruyera cada pared, cada árbol, cada balcón y cada flor.
Nunca más hablé con Giovanni, pero cerrando los ojos puedo
adivinar que, pasado el peligro, Giovanni trepó la ladera con sus
vecinos y, en pocas semanas, volvieron a reconstruir el pueblo, para
empezar su historia, por octava vez.
Este paso debe servir para recordar que, por difícil que parezca, por
dura que haya sido la experiencia, por costoso que haya resultado el
error, es siempre posible volver a empezar.
Me contaron esta historia... Dicen que sucedió así.
La profesora entró en clase; esa tarde, con una sonrisa muy particular.
Con sus idas y venidas, tenía con sus alumnos adolescentes una
relación que entre todos habían logrado que fuese agradable. Los
primeros meses habían sido duros y varios factores podrían haber
hecho que no tuviera arreglo. Trabajar con adolescentes nunca era fácil.
Menos aún con esos jóvenes que ya tenían antecedentes de haber
conseguido que las dos profesoras de instrucción cívica anteriores a
ella pidieran una baja transitoria. Menos aún cuando la suya era la
última hora de clase del lunes, momento en el que todos los alumnos
deseaban una sola cosa: ¡irse a casa!
Por eso, cuando les dijo que ése era un día muy especial para ella, no
mentía.
—Hoy no vamos a hablar de leyes, ni de instituciones políticas. Hoy
vamos a empezar un experimento, si me ayudáis.
Los jóvenes habían aprendido a querer y respetar a esa joven docente
principiante, que se hizo cargo del curso admitiendo desde su primer
día que estaba muerta de miedo.
—He traído estas cintas azules... Son simples trozos de cinta de raso,
pero nosotros vamos a decidir que cada una lleva un mensaje oculto,
algo que yo tengo para decirle hoy a cada uno.
Y dándole la espalda a la clase, escribió con tiza en la pizarra:
El mensaje es...
Eres importante para mí
Luego los miró a todos y siguió:
—Voy a pediros que salgáis a la pizarra y me dejéis que os ponga
una cinta en el pecho a cada uno... Porque cada uno de vosotros ha
sido, durante todo este año, y sigue siendo ahora, importante para mí.
Entre sorprendidos y divertidos, los jóvenes se miraron y el primero
de la fila de la izquierda se puso en pie y pasó. La profesora le colocó
una cinta sujetándola con un imperdible, y después de darle un beso
en la mejilla, hizo un gesto para que pasara otro de sus alumnos.
Así toda la clase quedó galardonada con las cintas azules.
Todos se sentían emocionados y agradecidos.
—Gracias a todos por este año de trabajo... —siguió la profesora—.
Pero ahora vamos a practicar el experimento. Voy a dar a cada uno tres
cintas azules para que os las llevéis. Quiero pediros que, cuando
lleguéis a casa, os sentéis un momento a pensar quién, entre vuestras
relaciones, es una persona importante para vosotros. Puede ser un
amigo, una pareja, un familiar o cualquier persona, con la condición de
que no sea de esta escuela. Cuando decidáis quién es esa persona,
quiero que os sentéis durante unos minutos frente a ella y le coloquéis
una de las tres cintas en el pecho, como yo he hecho con vosotros.
Animaos a decirle con sinceridad y sin tapujos por qué es importante
su presencia en vuestra vida. Después contadle el experimento y
entregadle las otras dos cintas para que continúe con la experiencia...
Casi todos los alumnos salieron de clase muy emocionados. Casi
todos pensaban en la continuidad de la tarea. Casi todos sintiendo que
una de las personas a las cuales le hubieran dado su cinta era la
profesora misma, si ella no hubiera excluido de la elección a la gente de
la escuela.
Hacía tres años que Juan Manuel vivía en la ciudad y todas las
personas que habían sido importantes en su vida se habían quedado en
su pueblo natal. De hecho, sus únicos amigos eran sus compañeros de
la escuela. Aparte de ellos, casi no tenía trato con nadie. Sus vecinos de
habitación, como el resto de los que vivían en la pequeña pensión de
las afueras, eran inmigrantes y apenas hablaban el idioma.
Al joven no le dolía tanto la conciencia de su soledad como la
impresión de que, por su culpa, podía fracasar el experimento que la
profesora les había propuesto.
Por la noche, mientras las luces de la calle le lastimaban los ojos
metiéndose por las rendijas de las ventanas, Juan Manuel pensaba.
Pocas horas después sonaría el despertador y él se levantaría para
prepararse y salir justo a tiempo para coger el tren, el mismo que cada
mañana lo llevaba hasta la estación central.
Y entonces se dio cuenta. Cada mañana, en la estación, el estudiante
se encontraba en el andén con un joven ejecutivo que viajaba a la
misma hora y bajaba una estación antes que él. Nunca habían tenido
una conversación, pero habían aprendido a reconocerse y en los
últimos meses la sonrisa mutua se había transformado en un «Hola,
qué tal» o en un gesto cómplice que compartían, todos los días, semana
tras semana, a la misma hora.
Juan Manuel se dio cuenta de que ese joven del que ni siquiera sabía
el nombre era la primera persona con quien hablaba cada mañana. Se
dio cuenta de qué diferentes serían sus mañanas si no se lo cruzara
nunca más. Se dio cuenta de que, sólo por ese «Hola» o «Buenos días»,
ese encuentro era importante para él.
Por la mañana, muy temprano, fue a la estación a esperar a su
compañero de viaje para entregarle su cinta azul y cederle la
responsabilidad de continuar el experimento con las otras dos.
Esa mañana, a causa de la larga charla con el muchacho de la
estación, el joven ejecutivo llegó tarde al trabajo. Y cuando su jefe, el
señor García, lo regañó, quizá con demasiada dureza, se dio cuenta de
que ese hombre temperamental, duro, obsesivo y gritón era importante
para él. Había aprendido tanto del señor García... y nunca se lo había
hecho saber. La cinta azul era una buena excusa.
El señor García no era lo que se dice un hombre sensible; sin
embargo, después de una breve resistencia no pudo evitar agradecerle
a su empleado que lo eligiera para darle su cinta.
—Ahora ha de terminar este trabajo, jefe —le dijo finalmente
mientras le daba una cinta igual a la que había dejado en su pecho—.
Tiene que elegir a una persona que sea importante para usted y darle
esta cinta...
El joven ejecutivo se despidió hasta el día siguiente y el empresario
no tuvo duda de a quién le pertenecía esa cinta. ¿Cuánto hacía que no
le decía a su hijo Santiago cuánto lo quería, lo importante que era para
él?
A diferencia de la mayoría de las noches, esta vez salió de la oficina a
las siete y media, y condujo por la autopista embotellada hacia su casa.
Una hora después, al llegar, su esposa no podía creer tenerlo en la
casa tan temprano.
—¿Te encuentras bien, querido? —preguntó preocupada.
—Sí —dijo el hombre—. ¿Dónde está Santiago?
—En su cuarto, como siempre... ¿Pasa algo?
Sin contestar, subió las escaleras hasta el piso superior y golpeó la
puerta de la habitación de su hijo.
—¿Quién es? —preguntó el muchacho desde dentro.
—Soy yo..., papá. ¿Puedes abrirme?
—¿Qué he hecho ahora? —dijo Santiago mientras abría la puerta y se
volvía a sentar frente a la ventana, sin quedarse a esperar la respuesta.
—Nada, hijo... No has hecho nada. Nada malo.
Entonces le contó lo del encuentro con su empleado, le explicó la
experiencia de la profesora de la escuela, y luego le puso la cinta en el
pecho mientras le decía:
—Quiero que sepas que eres muy importante para mí.
Santiago se quedó paralizado, mirando al empresario a los ojos. Ni
siquiera pudo contestar al abrazo que su padre le dio con inusual
efusividad.
Y entonces se puso a llorar y empezó a decir:
—Perdóname, papá... Perdóname.
—No me pidas perdón, hijo. Soy yo el que debería pedirte que me
disculpases mi ausencia de todos estos años.
—Es que yo no lo sabía, papá. Perdóname.
—¿De qué me hablas, hijo? ¿Qué sucede?
El joven abrió el pequeño cajón de su mesita de noche y sacó de allí
un frasco de pastillas. Hablaba entrecortado, sin poder parar de llorar.
—Son barbitúricos, papá... Pensaba tomarlos y terminar con mi vida
esta noche, porque creía que no le importaba a nadie.
El señor García sacó de su bolsillo un pañuelo, secó con él las
lágrimas de su hijo y luego lo puso sobre la nariz del muchacho.
—Sopla —dijo el señor García.
Y ambos rieron juntos como hacía tiempo. De alguna manera, nada
sería lo mismo entre ellos. Todo empezaba otra vez, pero esta vez
posiblemente para llegar a un lugar mejor.
paso 20
no dudes del resultado final
Déjame imaginar que has leído cada uno de estos pasos y que has
querido aceptar esta propuesta que te he hecho desde aquí de caminar
hacia una mayor realización personal. Permíteme entonces que piense
que te has ocupado de conocerte cada día un poco más, que has
conquistado el espacio de su autonomía y que, después de entregarte
al mejor amor del que seas capaz, has conseguido reírte de tus
defectos. Como te permites escuchar activamente, aprendes con
humildad, empiezas a ser más cordial y organizas tu tiempo
respetando el ajeno; ahora que sabes cómo ofrecer de una forma más
atractiva lo que eres y lo que haces, puedes elegir con más acierto a
aquellos de quienes te rodeas.
Déjame que suponga que con este libro has podido ratificar o
rectificar algunas cosas que sabías y que has actualizado, has puesto tu
creatividad al servicio de tu mejor posesión, que eres tú mismo, y te
has dado cuenta de que el mejor sentido de lo equitativo es intentar
igualar hacia arriba, aprovechando cada día de tu vida. Por eso trabajas
para terminar con tus adicciones condicionantes y tu apego a las cosas
y a las personas, corres riesgos evaluados y negocias sólo cuando es
necesario, sin ceder en lo que no quieres y sacándole partido al fracaso.
Finalmente no temes volver a empezar, como dice Alejandro Lerner
en su canción, o como lo sugiere Hamlet Lima Quintana en su poema
«Sin fin»:
[...] Que cada uno cumpla con su propio destino,
elija su rumbo, reconozca sus pozos, riegue sus plantas,
y si cae en la cuenta de que ha errado el camino,
que desande lo andado y reconstruya la casa.
Ahora, después de haber andado y desandado, después de haber
asistido a algunas catástrofes y derrumbes producto de algunos errores
en el camino, después de decidirnos por la reconstrucción de la casa,
nos queda solamente un paso para dar juntos, el último, el
fundamental, quizás el más decisivo de esta propuesta.
Podríamos llamarlo de muchas maneras; yo prefiero enunciarlo
como aprender a confiar en el resultado final.
Es indudable que aprender a confiar en nuestras habilidades, dones y
posibilidades es un recurso de gran ayuda en el logro de cualquier tipo
de objetivos.
No hablemos ya de no creernos el menosprecio de otros, como hemos
dicho al principio del libro, sino también, y sobre todo, de intentar
rodearnos de mensajes de confianza del exterior, fortalecidos y
motivados por la propia y renovada apuesta por nosotros mismos.
Quizá sea cierto que no todos pueden conseguir algún logro
específico que se nos ocurra, pero a la vez es cierto que cualquiera
puede lograr todo lo que pretende, si abandona la urgencia, si
persevera actuando congruentemente con el propio deseo, siempre y
cuando el deseo sea auténticamente propio y no una necesidad de
otros «plantada» en nuestro corazón.
Se suele decir que nuestras frustraciones suelen ser achacables a
nuestra impaciencia más que a la falta de posibilidades concretas, y
quizá sea cierto.
Cuando se le pregunta al Dalai Lama qué va a pasar con la parte de
territorio tibetano que está bajo dominio extranjero, el gran maestro
contesta: «Ellos saben que están haciendo algo que no es correcto.
Tarde o temprano se darán cuenta de que esa tierra no es propia y la
devolverán a su pueblo. Sabemos que eso puede tardar mil años, pero
no tenemos prisa. Nos tranquiliza saber que ha de suceder...».
Sin embargo, somos occidentales y no podemos esperar siglos para
que las cosas sucedan. Necesitamos intervenir, empujar, torcer,
acomodar. Hemos de sentir que somos nosotros los ejecutores de la
voluntad del cosmos, o por lo menos creer que, en parte, lo hemos
sido. Y no me parece mal. Cada cosa que sucede en el mundo, para
bien o para mal, contiene un porcentaje de aportación por nuestra
parte. Una participación en ocasiones fundamental y en otras nimia,
pero siempre presente. Cómo ignorar nuestra influencia en los sucesos
que rodean a todas aquellas cosas que deseamos y pretendemos, con
las cuales interactuamos siempre de forma directa o indirecta. Aceptar
que cada hecho nos involucra es aprender a sumar en lo personal, lo
familiar y lo social, el sueño con la actitud, el deseo con el proyecto, la
necesidad con la acción, el merecimiento con el trabajo, la paciencia
con la decisión de no perder nunca el rumbo, la perseverancia con la
creatividad.
¿Te acuerdas de la historia del postulante número 94 que te conté en
el capítulo 9? Aquí va un poco más de lo mismo...
El legendario Bob Hope contaba que, desde niño, su sueño siempre fue
el cine. Ser un humorista reconocido y aplaudido en clubes de tercera
categoría era importante, pero él soñaba cada semana con la «pantalla
de plata».
Un día, alguien que confiaba mucho en él le consiguió un papelito en
una película de la Warner Bros. Eran apenas dos frases en una
aparición de 52 segundos de los cuales la mitad estaba de espaldas,
pero para Bob era el cumplimiento de su más ambiciosa fantasía.
Hacerlo le encantó. ¿Cómo conseguir que lo volvieran a llamar?
Hope esperó durante semanas el milagro de un nuevo contrato, pero
no llegó. El cine era espectacular pero tenía que hacer algo para
ganarse la vida; no podía quedarse esperando que su oportunidad
llamara a su puerta; así que aceptó un trabajo como humorista de gira
en centenares de bares a lo largo y ancho de Estados Unidos.
Tenía que conseguir que alguno de los directores de casting se fijara
en sus virtudes, pero ¿cómo? De pronto tuvo una idea. En cada ciudad
en la que trabajara se acercaría al correo local y mandaría dos o tres
cartas a la Warner. En todas diría más o menos: «He visto la película
"tal" y me ha encantado. ¿Quién es ese joven que aparece al final del
filme? Tiene pasta de buen actor. Mis amigos y yo quisiéramos verlo
pronto en alguna nueva película». Y luego firmaría con un nombre
cualquiera. Semana tras semana, el actor repitió la rutina en cada
presentación.
Dice Hope que ese plan significaba gastarse en sellos gran parte de lo
que ganaba en sus actuaciones; pero él se decía que no era gasto, era
inversión.
Su esfuerzo y su idea tuvieron su recompensa. A los tres meses,
cuando llevaba ya más de cuarenta ciudades y más de cien cartas, la
Warner lo mandó llamar para ofrecerle un papel en su siguiente
película.
El día de la firma del contrato, Hope deslizó un comentario para
evaluar el efecto de su estrategia: «¿Qué les hizo pensar en mí?». Uno
de los hermanos Warner le contestó: «Cualquiera que viaje tanto y
gaste tanto dinero en inventar nombres y mandar cartas merece una
oportunidad».
Han pasado veinte años desde que mis apuntes escritos para mí
mismo y para mis pacientes se transformaron por primera vez en
Cartas para Claudia,* y con ello en mi primer libro. Desde entonces ha
sido editado veintiocho veces y ha circulado en el mundo de habla
hispana de norte a sur.
A veces me preguntan: «¿Cuál de todos sus libros es el que más le
gusta?».
Y yo contesto (y es verdad) que todos me gustan, pero que hay dos
que prefiero siempre, como creo que le sucederá a casi todos los
autores: el primero y el último. Y es que aquella emoción de recibir en
mi casa junto a mi familia aquella primera edición de Cartas para
Claudia no se puede olvidar. Setecientos cincuenta ejemplares de hojas
escritas en una vieja Olivetti, fotocopiadas en la imprenta de la esquina
y pegadas espantosa y descuidadamente antes de ser pegadas dentro
de aquella cubierta de cartulina rosa rabioso con desteñidas letras
negras.
No había decidido yo editarlo tan precariamente...
Antes había intentado ofrecer mi libro a las tres editoriales que
imprimían y vendían en Buenos Aires los libros relacionados con la
psicología y con la conducta.
En cada una había dejado una copia del texto completo, escrito y
pegado con grapas de metal.
La reacción de cada una fue diferente. La primera ni siquiera quiso
recibirlo, la segunda lo recibió y aceptó que yo hablara con el editor en
jefe, que me miró y me dijo en actitud muy porteña:
—Mirá, pibe —en aquel entonces yo tenía treinta y dos años—, hay
dos cosas que en Argentina no se venden: libros de psicología y libros
de poesía. Si querés vender un libro alguna vez, escribí sobre otra cosa.
Muchos años después me enteré de que él, pobre, escribía poesía...
El tercero, el más especial, se rió mucho y mientras me devolvía el
texto me preguntó si «sinceramente yo pensaba que esto le podía
interesar a alguien».
—No lo sé —le contesté, y le expliqué que me había decidido a
intentarlo empujado justamente por mis pacientes, que creían que no
sólo les había servido a ellos, sino que lo habían compartido y que...
El hombre se rió un poco más y me habló muy divertido sobre los
centenares de proyectos de libros que le llegaban. Cada día venían una
docena o más de aspirantes a ser publicados, siempre traían en sus
manos el original de un libro que creían poco menos que
imprescindible para la humanidad, porque sus familiares y amigos,
que lo habían leído, los habían convencido de su genialidad y los
habían conminado a que...
Sentí que era inútil explicarle que no me sentía incluido en ese grupo,
de hecho, yo también dudaba de que a alguien más le pudiera interesar
lo que alguna vez había escrito para mis pacientes.
Aprendí mucho en esas entrevistas. Aprendí que no todo el mundo
tiene tiempo y deseo de saber lo que uno hace y cómo lo hace; aprendí
que las propias frustraciones deterioran la capacidad de análisis de las
cosas de los demás; aprendí que los prejuicios de los poderosos pueden
impedir el despertar de otros, y aprendí, finalmente, a calmar mis
ansiedades y darle a las cosas el tiempo que necesitan...
Muchas cosas han pasado en mi vida personal y profesional desde
entonces. Mucha trascendencia, mucho reconocimiento, mucha
realización en lo laboral, muchos cambios en mi forma de ver y de
intervenir terapéuticamente, demasiados cambios y todos muy
halagadores. Cambios que a su vez han ido interactuando con
eficiencia a lo largo del tiempo, con mis propias convicciones y con la
confianza que otros muchos depositaron en mí, para ayudarme a ser,
en suma, lo que hoy soy.
Te dejo este último cuento...
Hace algunos años, mientras paseaba por una de las playas de ensueño
de las islas Baleares, me detuve a charlar con un viejo pescador que
estiraba sus redes a lo largo de la costa. Fue él quien me contó esta
historia, diciendo que había sucedido allí mismo en una de esas islas.
Hubo un tiempo en que los barcos que recorrían el Mediterráneo, ida
y vuelta desde Cádiz hasta Estambul, se detenían en los puertos de las
islas. Allí, mientras los cargueros descargaban sus mercaderías y se
aprovisionaban de todo lo necesario para seguir su viaje, los marineros
repetían el mismo ritual.
Recibían su paga y corrían a la taberna para gastarse hasta el último
centavo en vino y mujeres. Y cuando el dinero se acababa, dos o tres
días después, los marineros volvían al barco, saturados de alcohol y
borrachos de sexo o al revés, para dormir hasta que el carguero
volviera a hacerse a la mar.
El pescador me contó que un día, dos marineros cruzaban el viejo
puente de madera construido sobre el río, camino a la taberna. Su
barco había entrado en el puerto muy temprano esa mañana y la
mayoría de sus compañeros se habían adelantado, colgándose,
literalmente, de los camiones de transporte para ser llevados al pueblo.
De pronto, el más joven de los dos amigos se quedó mirando por
encima de la barandilla, hacia la costa del río.
—¿Qué haces? Vamos...
—Ven aquí —dijo el otro—. Mira... ¿No es hermosa?
El otro miró hacia abajo y vio a una campesina que lavaba la ropa a
orillas del río. Pensó que no se refería a ella, jamás usaría la palabra
hermosa para describirla, sobre todo porque, dada su edad, su
costumbre y su intención, cualquier mujer que aparentara tener más de
veinticinco años era una vieja.
—¿De quién hablas?
—De esa mujer... La que lava la ropa. ¿No la ves?
—Sí la veo. Pero no entiendo qué le ves de hermosa. Mira, en la
taberna nos esperan decenas de mujeres mucho más jóvenes, mucho
más guapas, y, con toda seguridad, con mucho más deseo de
complacernos que ella. Vamos, date prisa...
—No —dijo el más joven—, tengo que hablar con ella... Sigue tú, te
veré en la taberna...
Dicho eso, empezó a caminar hacia abajo, por el sendero que llevaba
al río.
—No tardes demasiado... —le gritó el otro saludándolo desde lejos, y
siguió su camino hacia el pueblo, sonriendo, mientras movía su cabeza
de un lado a otro negando con el gesto lo que había pasado.
El marinero se acercó hasta la orilla y, en silencio, se sentó en el
césped, unos pocos metros por detrás de la joven, sin atreverse a
hablarle.
La muchacha siguió durante más de media hora con su trabajo y
luego se puso de pie, seguramente para volver a su casa cargando la
cesta de la ropa ya limpia.
—¿Me permites que te ayude? —dijo el joven, insinuando el gesto de
llevarle la cesta.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque quiero —contestó él.
—¿Por qué? —repitió ella.
—Porque quiero caminar un rato a tu lado —dijo él con sinceridad.
—Tú no eres de aquí. Vivimos en un pueblo muy pequeño y aquí no
se supone que una mujer soltera pueda caminar acompañada por un
extraño.
—Entonces... déjame llevar la cesta para conocerte y que me
conozcas.
Por toda respuesta, la muchacha sonrió y empezó a caminar hacia el
pueblo.
—¿Cómo te llamas? —se atrevió a preguntar él, después de diez
minutos de marcha.
—Nácar —dijo ella, sin pensar si debía contestar.
—Nácar... —repitió él, y luego agregó—: Eres tan hermosa como tu
nombre.
Tres horas después, el muchachito entraba en la taberna y buscaba a
su amigo entre el mar de gente y la nube de humo espeso que llenaba
el tugurio.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio que su amigo
gesticulaba ampulosamente desde un rincón pidiéndole que se
acercara. Dos hermosas mujeres casi colgaban de su cuello, riendo con
él un poco como consecuencia de sus exagerados y torpes movimientos
y otro poco como consecuencia del alcohol que a esas alturas debía de
estar alcanzando ya elevadas concentraciones en la sangre de los tres.
—Si tardabas un poco más, te quedabas sin probar el vino
—le dijo cuando lo tuvo cerca. Y luego, mirando a una de las mujeres
que lo acompañaban, agregó—: Sírvele un poco de vino a mi amigo,
por favor...
—Escúchame... —dijo el joven—, necesito tu ayuda.
—Claro, hombre. Yo pago.
—No me entiendes. Me quiero casar.
—Ah. Yo también. ¿Tú prefieres la morena o la pelirroja?
El más joven sacudió a su amigo suavemente para llamar su atención
y conseguir que su mente venciera al vino y pudiera prestarle atención.
—Pretendo casarme con Nácar, la muchacha que vimos hoy desde el
puente.Y necesito tu ayuda.
—Estuviste demasiado tiempo navegando —dijo su amigo,
entendiendo que el jovencito hablaba en serio—. Es muy común entre
los novatos como tú. Después de pasar más de tres semanas a bordo,
pisan tierra y se enamoran de la primera mujer que ven. Yo lo entiendo
y lo he vivido, pero decidir casarse por eso es una locura...
—Puede ser, pero la vida es, en sí, una locura. El amor es una locura
y la felicidad también lo es. Yo no quiero que me juzgues, amigo mío,
quiero que me ayudes...
La tarde caía cuando los dos marineros, con su uniforme de
ceremonias, llamaban a la puerta de la casa donde vivía Nácar. El
ritual de la isla decía que el pretendiente debía concurrir a casa de la
novia con su padrino de bodas para pedirle al padre la mano de su
hija. Éste pediría una dote, como era la costumbre y, si había acuerdo,
se establecería en ese momento la fecha de la boda.
—¿Estás seguro de lo que haces? —preguntó el improvisado padrino.
—Más que de ninguna otra cosa —dijo el pretendiente. Finalmente el
dueño de la casa apareció.
El que apadrinaba se adelantó y le dijo, parsimonioso:
—Mi amigo me ha encomendado que le acompañe para pedirle a su
hija en matrimonio.
—Ah... Su amigo es muy afortunado de pretender casarse con una de
mis hijas. Supongo que venís a por Anna. Ella es realmente una joya
única.
—Nosotros...
—A pesar de que apenas tiene dieciocho años es ya toda una mujer
—siguió diciendo el hombre sin escuchar a su interlocutor—. Siempre
supimos que sería la primera en dejarnos. No sólo es bellísima, sino
también hacendosa, sensual y muy saludable. Nunca estuvo enferma...
Como comprenderás, nos costará mucho dejarla ir con su amigo, pero
veo que sois gente buena... Te la daré por el valor de veinte vacas.
—Es que...
—No, no. Ni una menos. Ella lo vale.
—Yo lo entiendo —dijo el amigo del novio—, pero no es Anna la
novia pretendida.
—Oh... Qué agradable sorpresa —dijo el hombre—. Yo creía que ya
no quedaban jóvenes que valoraran la inteligencia. Rubí es la más
inteligente de las tres. Si bien se puede decir que no tiene el cuerpo
perfecto de su hermana menor, lo compensa con una mente brillante.
Una sagaz compañera y una amiga fiel. No dudo que será una
excelente madre. Por ser vosotros, os la puedo dar por trece vacas. Y no
lo dudéis, es muy buen precio.
—Se lo agradezco mucho, señor, pero mi amigo pretende pedir en
matrimonio a su hija Nácar.
Aunque trató de disimularlo, un rictus de sorpresa y de
incredibilidad pasó por el rostro del jefe de familia.
—Nácar... —balbuceó—. Claro... Nácar.
—Sí. Nácar.
—Me parece... me parece... —El hombre trataba de encontrar una
palabra que no conseguía hallar.
»¡Maravilloso! —dijo al fin—. Sólo un hombre inteligente y
bondadoso puede ver la belleza oculta en una mujer. Ciertamente tiene
mucho que aprender pero también tiene una gran disposición a
aprenderlo. Es una buena oportunidad para conseguir una buena
esposa a buen precio. Considerando que es la mayor te la daré por el
valor de siete vacas... Bueno, quizá seis... pero nada menos.
—Señor —dijo en ese momento el pretendiente—, permítame que le
confirme en persona mi decisión de casarme con su hija Nácar. Sólo
quiero poner una condición con respecto al precio.
—No abuses de tu futuro suegro, querido joven. El pequeño tema de
su cojera es un asunto sin importancia... No se puede conseguir nada
por ese precio en esta isla.
—Justamente por eso —dijo el joven— quisiera tomarla como esposa;
pero quiero pagar por ella el equivalente a veinte vacas, como pides
por la mejor de tus hijas, y no sólo seis.
—¿Qué dices? ¿Estás loco? —dijo su amigo tratando de frenar su
estupidez—. Dijo que te la daría por seis. Además cojea. ¿Por qué
quieres pagar por ella más de lo que vale?
—Porque no creo que ella valga menos que su bella y joven hermana.
—Trato hecho. Veinte vacas —se apresuró a decir el padre. Y añadió,
quizá temiendo un arrepentimiento—: ¡Pero que la boda sea lo antes
posible!
Así, los amigos se separaron. Uno de ellos volvió al barco y el otro se
quedó en la isla.
Pasaron cinco años antes de que el destino volviera a llevar al
marinero al mismo puerto, pero apenas llegó no pudo pensar en otra
cosa que en su joven amigo. ¿Qué habría sido de él? ¿Se habría casado?
¿Cuánto habría durado su matrimonio? ¿Estaría aún en la isla?
Preguntando por aquí y por allá, por aquel joven marinero que
alguna vez se había casado con la hija del isleño, le dijeron que ahora
vivía en una casa muy humilde que se había construido con sus
propias manos, muy cerca de la cima de la montaña. Subiendo por el
camino del oeste llegaría, después de media hora de marcha, a casa de
su amigo.
Su estado físico le habría permitido llegar antes, pero lo detuvo una
extraña procesión con la que se cruzó al empezar a subir la cuesta.
Decenas de hombres y mujeres bajaban al pueblo. Llevaban en
hombros a una bellísima mujer a la que permanentemente tiraban
pétalos de flores, cantaban y adulaban. Ella, mientras tanto, parecía
irradiar luz; de hecho, sólo pasar a su lado lo hizo sentir mejor.
Sonriendo a todos, la hermosa mujer saludaba alargando la mano una
y otra vez a los que se acercaban a tocarla.
Tuvo que resistir la tentación de ir tras ellos y sumarse al extraño
ritual; pero finalmente llegó a la casa que le habían indicado. Todo
parecía tan cuidado y ordenado, que el marinero pensó por primera
vez que quizá debiera empezar a pensar en sentar cabeza.
Golpeó la puerta y su viejo camarada abrió en seguida.
—Querido amigo... —le dijo al verlo—. ¡Qué sorpresa encontrarte
aquí! ¿Cuándo echaron el ancla?
—Esta mañana... He venido apenas he desembarcado para saber de
ti. ¿Cómo estás?
—Ya me ves... Estoy muy bien, muy feliz.
—Cuánto me alegro... ¿Y tu... esposa? —casi tenía miedo de
preguntar.
—Ah, qué pena me da que no esté aquí. Hoy es su cumpleaños y la
gente del pueblo la vino a buscar para agasajarla; la quieren tanto... La
tratan como si fuera una santa. Debes de haberte cruzado con ellos al
subir...
—Ah... sí, claro. ¿Cómo iba saber que era ella? Ni siquiera sabía que
te habías vuelto a casar.
—¿Yo, volverme a casar? ¿Qué dices? Sigo casado con Nácar, la joven
cuya mano pediste para mí.
—Pero ¿no dices que es la que llevaban en andas hacia el pueblo? Ésa
no podía ser ella...
—¿Cómo que no podía?
—Perdona, amigo mío, yo la conocí. Nácar era una mujer que
aparentaba hace cinco años mucha más edad que la joven de la
procesión. Además, ésta era bellísima y tu esposa... Perdona que te lo
diga pero no era...
—No, no era... como es. Pero se ha vuelto así como la viste.
—Pero... ¿cómo puede ser?
—Pues no lo sé... Quizá se deba a la dote...
—¿Cómo dices?... No te entiendo.
—Yo pagué por ella una dote de veinte vacas, el precio que se pagaba
por las más hermosas, tiernas y maravillosas mujeres; la traté siempre
como a una mujer de veinte vacas y la ayudé a que supiese que eso era.
Tal vez eso la empujó a convertirse en la fantástica y bella mujer que
hoy es...
Pese a las dificultades, con conciencia absoluta de las complicaciones,
conociendo los riesgos y a pesar del dolor de lo que no resultó como
pensábamos, este último paso nos invita a no dudar de que, al final, el
resultado será aquel que hemos previsto y deseado.
En lo personal estoy convencido de que en cualquier camino, el
último paso nunca lo es por casualidad y siempre nos carga con la
odiosa sensación de que todo lo anterior podría no servir si fallamos en
este último momento.
Este vigésimo paso es para mí la puerta que nos permite, en muchos
sentidos, dejar atrás lo pasado. Es el pasaporte seguro hacia lo que
viene.
En las circunstancias más difíciles y en los momentos en los que nos
invade la sensación de haber perdido el rumbo, la certeza del resultado
final es justamente lo que podrá hacernos recuperar la fuerza para
hacer y para arriesgar; la motivación para avanzar, para desear, para
insistir, para valorar el camino recorrido y para seguir luchando por lo
que creemos.
Aquest llibre ha estat realiltzat en els tallers de Victor Ibual, S.L.,
situats al carrer Mallorca de Barcelona durant el mes de març del 2010