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Historias de diván - Gabriel Rolón

El fantasma del abandono
(La historia de Laura)

Ya no es mágico el mundo.

Te han dejado.

J. L. BORGES

—Yo sé que voy a poder arreglarme sola. Lo hice durante toda mi vida, así que no veo por qué no lo voy a poder hacer ahora.

—De todos modos, supongo que es una situación dolorosa…

—Sí, sobre todo para Pilar. Ella siempre tuvo una imagen de familia muy fuerte y está muy apegada a su papá. Calculo que es algo normal en una nena de ocho años. Igual, Sergio y yo decidimos que vamos a hacer las cosas con calma y sin apuro. Somos personas inteligentes, así que no hay razón para que esto se convierta en algo traumático. Por eso te repito que mi única preocupación es la nena.

—¿Y qué querés decir con esto de hacer las cosas «con calma y sin apuro»?

—Que nosotros nos llevamos bien, nos queremos, nos respetamos… No hay por qué apresurar la salida de Sergio de la casa. Ambos estuvimos de acuerdo en que se va a quedar un tiempo más mientras consigue algo digno, con las comodidades que él se merece y con un lugar para que Pilar lo pueda visitar.

—Ajá. ¿Y mientras tanto qué se le dice a la nena?

—No sé. Iremos viendo.

—¿Él dónde va a dormir? —me mira como si le hubiera preguntado un disparate.

—En la cama, ¿dónde va a dormir?

—¿Con vos?

—Obvio.

—Entonces perdoname, pero no entiendo.

—¿Qué no entendés?

—Me decís que se separan pero que por ahora no le van a decir nada a Pilar. Y que él se queda a vivir en la casa y va a dormir en la cama con vos. ¿Me explicás de qué separación me estás hablando?

—Ya te lo dije: de una separación inteligente…

—¿Y de quién fue la idea de este modelo tan «inteligente» de separación?

—Mía.

Me quedo pensando algunos segundos.

—Laura, si ustedes, como me dijiste recién, se llevan bien, se quieren, se respetan y no tienen problemas en compartir ni la casa ni la cama, ¿por qué se separan?

Silencio.

—Porque Sergio lo quiere.

—¿Y vos?, ¿vos también lo querés?

Baja la mirada y no dice nada. La conozco lo suficiente como para saber que la respuesta es un «no». Pero no me lo va a decir: no puede enfrentar este rechazo. Sin embargo, va a tener que hacerlo. Y aunque esto sea precipitarla en un abismo de dolor, no voy a tener más remedio que empujarla hacia la verdad y acompañarla.

En el momento de enfrentar esta situación, Laura tenía cuarenta y dos años, su hija Pilar ocho, y su esposo, Sergio, cuarenta y tres. Se trata de una mujer que ha pasado momentos difíciles: un padre que se fue del hogar cuando ella era muy chica y que se desentendió para siempre de su familia, y una madre depresiva que no pudo enfrentar la situación y que se abandonó sin reparar en que ponía en riesgo a sus dos hijos, a Laura, de seis años, y a Gustavo, de cuatro.

La suya fue una infancia llena de privaciones, hasta que comprendió —a los trece años— que ése no era el destino que ella quería. Entonces consiguió un trabajo de medio día, se hizo cargo de sus estudios secundarios y también del cuidado de su hermano y de su madre. Nunca tuvo tiempo ni oportunidad para detenerse a lamentar sus pérdidas o angustiarse ante sus dificultades: «Yo tenía que seguir, porque si no, nos iban a comer los piojos», dice cada vez que recuerda.

Así fue enfrentando cada uno de los desafíos de su vida. Se recibió de doctora en medicina a los veinticinco años, y su hermano, gracias a su ayuda, de arquitecto. Como ella suele decir: «Salí de la nada y ahora soy una mujer exitosa».

Laura se casó con Sergio, un médico que conoció durante su residencia en el hospital, y a los treinta y cuatro años tuvo a Pilar, su única hija. Es una mujer inteligente, hermosa, de ánimo fuerte. Las circunstancias de la vida la llevaron a desarrollar un sentido del humor y una ironía que hicieron que nuestras sesiones fueran, aun al tratar los temas más complejos, estimulantes para ambos.

Por eso me sorprendí cuando me enteré de lo de su separación: nunca había comentado ningún tipo de malestar en su pareja. Y creo que también fue una sorpresa para ella.

—¿Vos aceptaste?

—Obvio. Sergio no será un galán terrible, pero tampoco es un violador. Si yo no hubiese querido, no lo habríamos hecho.

—¿Y por qué lo hiciste?

—A ver, decime, porque a lo mejor soy muy «rara» y no me doy cuenta, ¿no? ¿Vos nunca tuviste ganas de coger?

—Sí, pero no lo hago con mis ex. Aunque a lo mejor es porque tampoco tengo por costumbre vivir con mis ex, como lo hacés vos —respondo con tono inocente.

—Te voy a decir que te estás perdiendo una experiencia muy divertida…

Me saca una sonrisa.

—Laura, hablemos en serio.

—Está bien. Pero, ¿cuál es el problema si tengo sexo con Sergio?

—Que puede confundirte.

—A mí no me confunde. Yo tengo las cosas muy claras.

—Permitime dudar.

—¿Puedo saber por qué?

—Porque ya hace un mes que ustedes se plantearon la separación y hasta ahora no cambió nada. Es muy difícil hacerse a la idea de que las cosas son diferentes cuando en realidad todo sigue igual.

—¿Querés decir que yo debería echarlo?

—No lo sé. Pero por lo menos pueden volver a conversar sobre el tema. ¿Quién te dice? Tal vez Sergio cambió de opinión y vos podés relajarte sabiendo que ya no va a «abandonarte» —me mira con una sonrisa.

—Sos un turro.

No me hace falta ningún gesto para dar por terminada la sesión. Laura hace algunas bromas mientras nos dirigimos hacia la puerta. Pero sé que está movilizada, y también estoy seguro de que va a hablar con él.

—Ya está, le dije que se fuera.

—A ver, contame un poco cómo fue la charla.

—Hace dos noches, cuando nos acostamos, le pregunté si seguía con la idea de separarse. Dio un montón de vueltas pero terminó diciéndome que sí. Y entonces le dije que lo hiciéramos de una vez por todas.

—¿Y cómo te sentís?

—Preocupada. Con esto de que yo siempre me hice cargo de todo el mundo, me angustia que Sergio no sepa ni siquiera buscarse un departamento, ocuparse de…

—Alto, Laura. Sergio es un adulto. Y vos no lo estás echando. Tenés que asumir que es él quien se quiere ir.

—¿Tenías que decirlo así?

—Sí, porque es la verdad, y hay que poner las cosas en su lugar, ¿no te parece? Y para eso deberíamos, antes que nada, aclarar algo.

—¿Qué?

—Vos le preguntaste si seguía con la «idea» de separarse, ¿no?

—Sí.

—Bueno, la pregunta fue errónea, porque no es que él tenga la «idea» de separarse de vos, sino que tiene el «deseo» de hacerlo. Y ese deseo de no ser más tu pareja es el producto de otra cosa.

—De una falta de deseo hacia mí.

—Sí.

Silencio.

—Eso me lastima.

—Lo imagino.

—No entiendo por qué. ¿Qué hice mal? Lo apoyé en todo, trabajé a su lado, fui compañera, soy una mujer autosuficiente, independiente, que no jode, buena madre… Si ni siquiera me di el permiso de engordar en paz —bromea.

—Laura, es probable que no tengas la respuesta a esa pregunta que te estás haciendo porque estás buscando en vos la explicación de un deseo que es de él. No creo que tenga que ver necesariamente con algo que vos hiciste mal, sino con sus propios procesos internos.

—¿Y qué hago? ¿Voy y le pregunto por qué tomó esta decisión?

—¿Serviría de algo?

Piensa.

—No lo sé. Creo que no. Siempre me burlé de las personas que se hacen explicar lo evidente, y creo que eso es lo que yo estoy haciendo. ¿No me quiere más? Bueno, que se vaya. Toda mi vida la construí sin él a mi lado, y voy a seguir haciéndolo —se pone a la defensiva, negadora, y su comportamiento tiende a la soberbia—. Además, no sé cómo se va a arreglar sin mí: en esta familia, a que trabaja en serio para ganar dinero soy yo. Pero en fin, ése ya no es mi problema, ¿no?

—Laura, te noto enojada, pero creo que ese enojo no es real.

—¿Ah, no?

—No. Me parece que estás utilizando un mecanismo de defensa infantil.

—¿Cuál?

—¿Viste que los nenes, cuando les decís que no les vas a dar algo, te miran y te contestan «Y a mí qué me importa, si igual yo no lo quería»? —Se ríe, pero se le llenan los ojos de lágrimas.

—Ya sé, soy patética.

—No, sos humana. Y a las personas estas cosas nos duelen. Saber que nos dejaron de querer y de desear nos lastima y nos angustia. ¿Qué le vas a hacer? En definitiva, aunque te empeñes en disimularlo, sos tan normal como cualquiera. Y vas a tener que aceptarlo.

—¡Qué cagada! —me sonríe.

—¿Y entonces?

—Quedamos en que este fin de semana se va, pero antes tengo que hablar con la nena. Porque no puede despertarse un día y nada por aquí, nada por allá: papá desapareció.

—¿Por qué tenés que hablar vos?

—¿Quién querés que hable? ¿Él?

—No, los dos. Laura, cuando los padres deciden separarse es importante que ambos hablen con el hijo, porque el chico necesita escucharlos a ambos.

—Claro, entonces la siento y le digo: «Pilar, este señor que está aquí, que hasta ahora fue tu padre, ha decidido dejarnos. Por lo tanto te queremos decir que ya no va a vivir más con nosotras». ¿Así te parece bien?

—Así me parece un horror.

—Pero es la verdad. —No puede pensar claramente.

—No, no es la verdad.

—¿Cómo que no?

—No. En primer lugar, Sergio no decidió dejarlas a las dos, sino solamente a vos —me mira en silencio—. Y en segundo lugar, él no fue su padre hasta ahora. Él es su padre y va a seguir siéndolo. ¿O vos tenés miedo de que él haga con Pilar lo que tu papá hizo con vos? —Silencio. Aparecen algunas lágrimas.

—Ése fue un golpe bajo.

—Fue una pregunta. ¿Me podés responder?

—No, no tengo ese miedo. Él no haría eso.

—Bueno, entonces hacete cargo de que tu hija tiene un padre mejor que el que vos tuviste y no mezcles tus pérdidas pasadas con las de Pilar. —Continúo después de unos segundos: —Laura ¿vos querés que la nena salga bien parada de esta situación?

—Por supuesto.

—Entonces pensá qué es lo mejor para ella, porque en definitiva va a ser lo mejor para vos, ¿o no?

—Sí. Porque si yo la veo mal creo que me muero.

—Y… mal la vas a ver. ¿O pretendés que no le duela que su padre se vaya de su casa? No, Laura, no entres en negaciones absurdas. No podés hacer de cuenta que a Pilar no le ocurrió nada. Aceptá que a la nena esto le va a traer aparejado algún dolor y acompañala lo mejor que puedas.

—¿Y cómo se hace?

—Como te dije, háganle ver que es una decisión de los padres de la que ambos se hacen cargo. No se echen mutuas culpas, porque en ese intento por justificarse ante ella la van a obligar a tomar partido, y eso le puede provocar un gran desequilibrio emocional. Porque si se ve obligada a inclinarse en favor de uno de ustedes, se va a sentir culpable por lo que le hace al otro.

—Sergio quería que le contáramos un poco lo que nos pasaba y le pidiéramos su opinión, como para no dejarla afuera de la decisión.

—Es que ella está afuera de la decisión, Laura. Odio este lugar de maestro ciruela, pero no quiero que manejes las cosas de una manera que después te sientas mal. Por eso te pido permiso para aconsejarte, aunque me corra un poco del lugar de analista. No lo hagas. Si ella sintiera que tuvo que ver con esta decisión, en algún momento va a pagar las consecuencias por sentirse responsable. Y eso sería muy injusto, porque ella no tiene nada que ver. ¿No te parece?

—Creo que sí.

—Bueno, andá. Y preparate: no va a ser un momento fácil.

—No te preocupes, esos momentos son mi especialidad.

Interrumpimos la sesión y Laura se fue. Triste, pero un poco menos confundida.

—¿Hablaron con Pilar?

—Sí, ¿sabés qué dijo?

—¿Qué?

—Que la perdonáramos, que a partir de ahora se iba a portar bien. Sergio y yo no podíamos creerlo. La abrazamos y nos pusimos a llorar sin saber qué decirle.

—Y al final, ¿qué le dijeron?

—Nada. —Me mira un instante antes de hablar.

—Perdoname, yo sé que este lugar no te gusta, pero yo lo necesito. Dame un consejo, algo, porque no sé cómo manejar esto.

Laura ha sido una paciente que, a pesar de hablar de temas difíciles, siempre se mantuvo bajo control. Triste, agobiada tal vez, pero controlada. Ésta es la primera oportunidad en la que la veo desbordada. Y no es para menos. Es muy duro para una mamá ver sufrir a su hija.

—Hablá con ella.

—¿Y qué le digo?

—La verdad. Que ella no tuvo nada que ver con la separación.

—Pero claro que no tuvo nada que ver.

—Vos lo sabés, yo también, pero ella no.

—¿Cómo puede ser?

—Los chicos, Laura, saben cuándo se han portado mal o cuándo han tenido algún pensamiento negativo o violento hacia sus padres. Lo registran muy bien. Y suele ocurrir que cuando algo pasa con uno de sus padres o, como en este caso, con ambos, se echen la culpa pensando que es en cumplimiento de alguno de esos deseos «secretos». Por eso es fundamental exculparlos diciéndoles que esto no tiene que ver con ellos, que son cosas entre papá y mamá, y que ustedes la van a seguir queriendo siempre. Los dos. Además, tratá de que se relaje, explicale que aunque las cosas van a cambiar, la separación no implica la pérdida de los padres. Sergio va a ser tu ex marido, pero no su ex papá. Decíselo bien clarito. Tiene que saberlo.

Y así lo hizo. Pilar, para asombro de Laura, comprendió perfectamente la situación.

Obviamente, la separación fue el tema excluyente de nuestras sesiones con Laura durante este período de análisis. Sergio alquiló un departamento en Belgrano con una habitación para su hija, e inclusive fue con la nena a elegir los muebles y la decoración de ese cuarto. Pilar estaba enloquecida de contenta: saber que tenía un lugar en la casa de su padre había hecho que se relajara mucho. Es más, parecía disfrutar con tener un espacio en cada casa. Ellos manejaron el tema con mucha madurez y, poco a poco, desapareció la preocupación de Laura por Pilar. En cambio, con el correr de los meses, aparecieron algunas sensaciones y temores que fueron objeto de nuestro trabajo.

—¿Por qué no, Laura?

—¿Para qué voy a ir? Me deprime ver cómo todos bailan el carnaval carioca y ponen cara de divertidos mientras sacuden una maraca con forma de choclo. Mejor, aprovechando que la nena está con el papá, me quedo en casa, me alquilo una buena película, me pido una pizza y lo paso genial. Sin nadie que me rompa los huevos. ¿Está mal?

—No lo sé, pero antes, cuando estabas con Sergio, ibas a muchas reuniones como ésta y nunca te escuché quejarte. ¿Me equivoco?

—No, pero era distinto.

—¿Por qué? El carnaval carioca siempre fue igual de pelotudo, ¿o no?

—Sí —se ríe.

—¿Entonces?

—No sé… Bueno, che, ¿tanto quilombo porque no quiero ir a un casamiento?

—No, no es por eso. Pero ¿me equivoco si digo que desde que te separaste no volviste a ir a un evento social?

—Me aburren.

—¿Te aburren o tenés miedo de que te tengan lástima?

—¿Te volviste loco? ¿Lástima a mí? —Se enfureció con mi pregunta. —Por si no lo sabés soy una profesional que se destaca por sobre los demás. Me rompí el alma estudiando para que esto fuera así. Trabajo en el hospital para ayudar a los que no pueden pagar los honorarios que cobro en mi consultorio particular. Y mi agenda está tan copada de pacientes que si vos, mi psicólogo, me pidieras un turno, tendría que decirte que no puedo atenderte, cosa que en este preciso momento haría con gran placer. Vivo muy bien de la profesión que amo, tengo una hija hermosa…

—Y no vas a las fiestas porque no tenés con quién sentarte. —Me miró fijo. Sentí que tenía deseos de matarme. —Claro —dije en un tono exagerado—, vos imaginás que la gente debe pensar: «¿Con quién sentamos a Laurita? Ya está. ¿Qué te parece si la mandamos junto al tío Humberto, que tampoco tiene con quién venir, a la mesa de los desechables?»

—Ah, no. Esto es demasiado, yo me voy. —Amaga ponerse de pie.

—Laura, sentate ahí un momento.

—¿Qué más querés decirme?

—Nada más quiero que veas que te estás aislando de todos. Yo sé que hay una especie de exigencia socio-cultural según la cual hay que organizar la vida de a dos. Por lo tanto, muchas veces, el hecho de estar solos nos deja fuera de reuniones y de salidas. Es así. Siempre que te inviten a un lugar te van a preguntar con quién vas a ir. Y bueno, tendrás que decir que vas sola. Ésa es tu realidad ahora. Estás sola. Me parece bárbaro que un sábado te quedés mirando una película y comiendo pizza, pero ya van muchos fines de semana que lo hacés. Para ser más preciso, todos desde que te separaste. ¿Y sabés qué? No sé si es lo que querés o si no te animás a reconocer ante vos misma y ante los demás que te volvieron a abandonar. —Silencio. —Ahora sí, andá. Y preguntate a quién está dirigido todo tu enojo, porque yo no te hice nada.

A la semana siguiente Laura vino al análisis y empezó a hablar de su historia con los hombres.

—La última sesión, antes de echarme, me preguntaste hacia quién iba dirigido mi enojo. ¿Te acordás?

—Sí.

—Estuve pensando en eso y creo que tengo una respuesta.

—Contame.

—Mi rabia está dirigida a todos los hombres de mi vida.

—A ver, cómo es eso.

—Por empezar a mi padre. Yo tenía seis años cuando él se fue. ¿Sabés cuántas veces vino a verme en veinte años? Ninguna. Se cagó en mí, en mi hermano y en mi vieja. Podría habernos pasado cualquier cosa y no se molestó siquiera en hacer un llamado. Volví a verlo recién a los treinta años. ¿Sabés por qué?

—No.

—Porque yo lo busqué. Estaba por casarme con Sergio y quería que mi padre estuviera presente. Entonces lo rastreé hasta encontrarlo. Lo llamé y quedamos en vernos… No sabés lo nerviosa que estaba. Ni me acordaba cómo era. De todos modos, cuando lo vi me quise morir.

—¿Por qué?

—Porque estaba hecho mierda. Un viejo, pelado, chiquito y destruido. Lo primero que pensé fue: «¿Cómo es posible que por esta cosita yo haya sufrido tanto?» Pero verlo así me dio tanta lástima que en lugar de putearlo, ¿sabés qué hice? Me hice cargo de él. ¡Me hice cargo! ¿Me entendés? De él, que en su puta vida se preocupó por si yo comía o no comía. Pero, en ese momento, ni siquiera pude sentir bronca.

—Eso no es cierto. No pudiste expresarla, pero aquí está. Mirala.

—¿Pero vale la pena?

—No lo sé, pero es así. Y no podemos negar la verdad. Es más, me parece que vos no vas a poder tener una relación auténtica con tu papá hasta que no descargues toda tu rabia.

—¿Con él? No puedo, ya te dije que me da pena.

—Bueno, hacelo acá, como ahora. Pero date el derecho a sacar de vos todo ese enojo contenido. Dale, sabés que yo te escucho.

—Y… ¿qué otra te queda?

Hablamos durante un rato de su infancia y de sus padecimientos. Realmente su niñez había sido terrible.

—Laura, ¿sabés qué es la «resiliencia»?

—No tengo ni la más pálida idea.

—Es un concepto que viene de la física. Se refiere a la capacidad de resistencia elástica de algunos materiales para soportar un choque y volver a recuperar la forma inicial o aun lograr una forma mejor. En criollo: es la cualidad de mejorar que tienen algunos elementos al ser sometidos a condiciones extremas. La psicología ha adoptado este término para describir la capacidad que algunas personas tienen de enfrentar experiencias adversas, sobreponerse, y aun ser fortalecidas o transformadas para bien. Jamás encontré un mejor ejemplo de resiliencia que el tuyo. Y te felicito —me mira agradecida. Necesitaba y merecía un reconocimiento. —Pero vos hablaste de «los hombres de tu vida». ¿A quién más te referías?

—Hay algo que nunca te conté. Cuando tenía dieciséis años yo estaba de novia con Martín, un amigo de mis primos de San Justo. Bueno, la cuestión es que después de un año y medio de noviazgo quedé embarazada. —En este punto del relato se angustia mucho. —Yo apenas podía conmigo, con mi hermano y con mi vieja. Estaba asustada, desorientada, y no sabía qué hacer. Así que lo llamé y me encontré con él para decirle lo que estaba pasando.

—¿Y?

—Me dijo que era muy pendejo para enfrentar semejante problema. Que hiciera lo que quisiera, pero que él no iba a hacerse cargo de nada. Además, me dijo que… —se quiebra— que ni siquiera sabía si era de él. Que se daba cuenta de que yo tenía una familia que dependía de mí y que, si movida por la necesidad, había hecho algo no iba a juzgarme, pero que era mi problema y que por favor no lo metiera en el medio… El muy turro me trató de puta. No sé cómo me contuve, pero me levanté y me fui. No volví a hablarle nunca más.

—¿Y qué pasó con el embarazo? —me mira.

—¿Qué iba a pasar? —Toma aire. —Aborté. Con todo el dolor del alma, sintiéndome una basura, una mierda. Pero no me animé, no me animé —llora.

Imagino el infierno por el que debe haber pasado aquella adolescente. La veo llorando su impotencia de los dieciséis años, compartiendo por fin con alguien aquella experiencia traumática. La dejo llorar un rato. Ese llanto ha esperado casi treinta años para salir a la luz. Y ahora estalla en mi consultorio. Conmigo como testigo silencioso. —Laura —digo después de unos minutos—, por hoy es demasiado, ¿no te parece?

—No, esperá. Porque falta el último eslabón de la cadena.

—Sergio.

—Sí. Me di cuenta de que estoy muy caliente con él. —Dejo pasar el posible doble significado de la palabra, no es el momento. —Yo luché mucho para tener una familia, para construir algo estable. Y ahora él me dice que no quiere estar más conmigo. Después de tantos años, tantos sueños, tanto esfuerzo, me sacó de su vida y me dejó sin nada.

—Laura, estás confundiendo la parte con el todo Vos perdiste algo muy importante en tu vida, es cierto. Pero no perdiste todo. No es cierto que te quedaste sin nada. Te quedan un montón de cosas todavía, ¿no es verdad?

—Puede ser. Pero aun así me cuesta admitir que se haya ido.

—Te entiendo. Se ha convertido en uno más en la lista de los que te abandonaron.

—Sí. El único hombre que no me abandona sos vos, y porque te pago.

Nos reímos. Esa sesión fue muy importante y puso en el tapete algunas cuestiones con las que trabajamos durante mucho tiempo. Su relación con Sergio siguió siendo afectiva y civilizada, pero se corrió de ese ficticio lugar de «aquí no ha pasado nada». A él le costó aceptar este cambio, pero algún precio debía pagar por su decisión.

Un año después de su separación llegó el momento de trabajar sobre los temores de esta nueva etapa de su vida que, por cierto, no eran pocos.

—Es una salida con un hombre, Laura, nada más. No estás obligada a nada. ¿Qué es lo que te pone tan nerviosa?

—No lo sé. Creo que tengo miedo.

—¿Miedo a qué?

—A todo. A no saber cómo seducir y que salga mal, a que salga bien y tener que avanzar. Porque el tipo me va a querer llevar a la cama, te lo firmo ya.

—¿Y eso estaría mal?

—No sé, ¿vos qué pensás?

—Que es una opción para la cual deberías estar preparada. No tenés que acostarte con alguien si no lo deseás, no hace falta que yo te lo diga. Pero hay algo que tenés que pensar.

—Te escucho.

—Laura, uno suele tener una idea del amor que se ha forjado en la adolescencia, y el amor entre adultos es diferente.

—No entiendo.

—Mirá, cuando uno es adolescente primero se enamora del vecino nuevo, de un compañero de colegio o de quien sea. Alcanza y sobra con verlo pasar por la vereda. Jamás hemos cruzado una palabra, pero ya lo amamos. Después, si tenemos suerte, lo conocemos y nos ponemos de novios y, luego de un tiempo más breve o más prolongado, tenemos relaciones. En cambio, cuando uno, ya adulto, sale con alguien…

—Ya entendí. Primero cogés, después si tenés suerte empezás una relación y muchísimo más adelante, si creés en los milagros, te enamorás ¿no?

—Y sí, más o menos así…

Se ríe mucho. Siempre se ríe mucho. Creo que ese sentido del humor, esa fuerza que saca aún de sus flaquezas, es lo que le permitió no rendirse nunca.

Laura salió con dos o tres hombres hasta que uno, Marcelo, pareció interesarle. Se vieron algunas veces y la historia empezó a avanzar.

Un día llega cabizbaja a la sesión.

—¿Qué pasa? —le pregunto.

—Ya está, se terminó todo.

—¿De qué hablás?

—De Marcelo.

—Pero todo parecía venir tan bien. ¿Qué pasó?

—Lo que tenía que ocurrir.

—Te acostaste con él y no te gustó.

—Peor. Ni siquiera pude hacerlo.

—¿Me contás?

—Vos sabés que a pesar de la imagen de mujer fatal que muestro, en el fondo soy una cagona.

—Ajá.

—Pero algo en él me hizo confiar. Me fui relajando. Nuestras salidas eran divertidas y nuestras conversaciones inteligentes. Además, me besaba y me generaba un montón de cosas. Así que en el último encuentro me decidí y acepté ir a su casa.

—¿Tenías ganas de hacerlo?

—Muchas.

—Bien —hace una pausa y continúa—. Tiene un departamento hermoso en avenida Del Libertador, con un ventanal bien grande desde el que se ve el río. Nunca me presionó ni se me tiró encima. Todo el tiempo se comportó como un caballero. Tomamos algo mientras charlábamos. Empezamos a besarnos.

—¿Cómo te sentías?

—En las nubes. Era una situación maravillosa.

—¿Y entonces?

—Pará… vos estás más ansioso que él.

—Dale, sin bromas.

—Bueno, nos paramos para ir al cuarto. De fondo me llegaba una melodía en piano. Todo era tan hermoso. Pero cuando empezó a desabotonarme la camisa… se rompió la magia.

—¿Qué pasó?

—Me angustié. Se me cerró la garganta y me vinieron unas ganas de llorar incontrolables. No pude contenerme y lloré como una boluda.

—Contame qué sentiste.

—Tuve miedo. Un miedo enorme a desnudarme ante un hombre nuevo, de dejarlo que me toque, que me bese y que me mire.

—¿Qué creés que fue lo que pasó? —me observa.

—Gabriel, ¿vos me viste bien a mí? —No respondo.

—Dale, mirame y decime qué es lo que ves.

Laura es una mujer bella. De tez morena, ojos verdes y con una boca sensual que sonríe de manera cálida. Debe medir un metro setenta y su cuerpo es atractivo.

—Laura, no importa lo que yo vea. Decime qué es lo que vos ves.

—A una mujer de cuarenta largos. Tal vez así, vestida y arregladita, disimule algunas cosas. Pero hay rastros que dejan el tiempo y la vida y que la desnudez expone con una crueldad inapelable.

—¿A qué te referís?

—Mi cuerpo no es el mismo de cuando conocí a Sergio.

—Supongo que no. Es lo esperable.

—Sí, ya lo sé. Pero esta cola que parece tan paradita, no se sostiene igual cuando me desvisto. Y en mi abdomen quedan rastros de la cesárea de Pilar. Y mis pechos, son los pechos de una madre.

—También los de una mujer. —Baja la cabeza.

—Laura, ¿cuántas veces engañaste a Sergio?

—¿Qué decís? Nunca.

—Es decir que la última vez que te desnudaste ante un hombre nuevo, como vos lo llamás, fue hace…

—Más de quince años.

—Y vos pretendés que tu cuerpo esté como en ese momento. Yo sé que siempre fuiste una mujer muy exigente con vos misma. Pero esta vez ¿no se te va la mano? Laura, a lo largo de tu vida enfrentaste muchos desafíos. Muchísimos. Éste es uno más. El que se corresponde con esta etapa de tu vida. Decime, ¿qué sentiste a los seis años cuando tu papá se fue y los dejó solos?

—Miedo.

—¿Y cuando a los trece golpeaste la puerta de aquel negocio para pedir trabajo, no sentiste miedo ahí?

—Sí.

—¿Y cuando a los dieciséis años te dejaron sola y embarazada?

—También.

—Decime, esto que tenés que enfrentar ahora, ¿es más difícil que lo que tuviste que superar en el pasado?

—No —sonríe—, esto es una boludez.

—Error. Esto es igual de difícil para vos. Y te va a generar tanto miedo como aquellas otras vivencias del pasado. Pero si hubieras sido de los que se detienen ante el miedo hoy no serías quien sos. Andarías resentida y arruinada por la vida. Nunca permitiste que te detuviera el miedo. ¿Vas a empezar ahora? —hago una pausa—. ¿Ahora, de vieja?

Estalla en carcajadas. Creo que necesitaba distenderse. Además, éstos son los caminos por los que transita su análisis. El humor, la crudeza y la ironía.

Laura empezó una relación con Marcelo y recuperó un montón de cosas a las que creía haber renunciado. Se la veía feliz y contenta. Brillaba. Su historia de amor iba viento en popa, razón por la cual Marcelo la invitó al cumpleaños de quince de su sobrina para presentarla formalmente a su familia.

La sesión anterior a esa fiesta estaba ansiosa, verborrágica y acelerada.

—Estoy muy nerviosa. Hoy di vueltas el placard de arriba abajo. Me probé todos los vestidos que tengo y ninguno me conforma. Tengo uno rojo que es divino, pero me parece demasiado corto para la ocasión. Y el otro que podría usar es uno negro, pero no sé… es largo, de seda, a lo mejor es demasiado formal. Encima es invierno y estoy tan blanca que parezco enferma. Y además está el tema del pelo… ¡Mirá estas mechas! No puedo ir así, de modo que el sábado mismo me voy a la peluquería. Pero antes me voy a comprar un vestido nuevo. Creo que uno oscuro va dar mejor, más serio. Aunque, como soy morocha, tal vez me endurezca demasiado los rasgos. También podría usar uno que tengo que me queda dibujado, pero me lo regaló Sergio para un aniversario y me parece que no queda bien. Qué sé yo, a lo mejor a Marcelo le cae mal. ¿Vos qué opinás?

La miro con gesto de no comprender mucho de lo que me habla.

—¿Sabés qué opino? —le contesto—. Que esa fiesta me parece una garcha. Yo en tu lugar me alquilaría una buena película, me pediría una pizza y me quedaría en mi casa sin nadie que me rompiera los huevos.

Se ríe. Con el cuerpo y con el alma. Siempre nos reímos mucho. Y no por eso dejamos de avanzar.