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Más allá del planeta silencioso - Lewis C. S.

1

Apenas habían dejado de caer las últimas gotas del chaparrón cuando el caminante hundió el mapa en el bolsillo, se acomodó la mochila sobre los hombros cansados y salió del refugio que le había brindado un imponente castaño al centro del camino. Hacia el oeste, un violento crepúsculo amarillo se derramaba por una grieta entre las nubes, pero, sobre las montañas que se alzaban más adelante, el cielo tenía el color de la pizarra oscura. Caían gotas de cada árbol y de cada hierba, y el camino brillaba como un río. El caminante no perdió tiempo en el paisaje; partió de inmediato con el paso decidido de quien ha advertido que deberá ir más lejos de lo que había pensado. Ésa, justamente, era su situación. Si hubiera decidido mirar atrás, cosa que no hizo, habría visto la aguja de Much Nadderby y lanzado entonces una maldición al hotelito inhóspito que, aunque obviamente vacío, le había negado una cama. El lugar había cambiado de dueño desde su última excursión a pie por la región. El anciano propietario bondadoso que había esperado encontrar había sido reemplazado por alguien a quien la cantinera había llamado «la señora», y, según parecía, la señora era una posadera británica de la escuela ortodoxa, que consideraba a los pensionistas una molestia. Ahora su única oportunidad era Sterk, en el extremo de las colinas y a unos diez kilómetros de distancia. El mapa indicaba que había una fonda en Sterk. El caminante tenía la experiencia necesaria como para no fundar esperanzas eufóricas en semejante dato, pero no parecía haber otra posibilidad a su alcance.
Caminaba con bastante rapidez, sin mirar a los lados, como alguien que trata de hacer más llevadera la marcha con una serie de ideas interesantes. Era alto, pero un poco cargado de hombros, tenía entre treinta y cinco y cuarenta años y se vestía con ese desaliño peculiar que caracteriza a un miembro de la intelligentsia de vacaciones. A primera vista se le podría haber confundido con un doctor o con un maestro de escuela, aunque no tenía ni el aire mundano del primero ni la indefinible vivacidad del segundo. En realidad, era filólogo y miembro de un college de Cambridge. Se llamaba Ransom.
Cuando dejó Nadderby había esperado pasar la noche en alguna granja acogedora antes de llegar al lejano Sterk. Pero esa zona de las montañas parecía casi deshabitada. Era una región solitaria, monótona, dedicada a la cría de nabos y repollos, con raquíticos cercos de arbustos y árboles escasos. No atraía visitantes, como la zona más rica que había al sur de Nadderby, y las colinas la separaban de las zonas industriales que se extendían más allá de Sterk. Mientras el crepúsculo caía y se iba apagando el sonido de los pájaros, el campo se fue haciendo más silencioso de lo que suele ser el campo inglés. El ruido de sus propias pisadas sobre el camino de grava se volvió irritante.
Había caminado de este modo durante unos tres kilómetros cuando vio una luz. En ese momento estaba muy cerca de las montañas y la oscuridad era casi total, así que alimentó esperanzas de encontrar una sólida granja, hasta que se acercó lo suficiente al origen de la luz, que demostró ser una pequeñísima y humilde vivienda de ladrillos estilo siglo XIX. Una mujer se abalanzó desde el umbral mientras él se aproximaba y casi lo embistió.
—Perdóneme, señor —dijo—. Creí que era mi Harry.
Ransom le preguntó si había algún lugar antes de Sterk donde pudiera pasar la noche.
—No, señor —dijo la mujer—. Antes de Sterk no. Yo diría que pueden prepararle algo en Nadderby.
Hablaba con voz apocada y desganada, como si tuviera la mente ocupada en otra cosa. Ransom le explicó que ya había probado suerte en Nadderby.
—Entonces no sé, señor, no sé —contestó—. Casi no hay casas antes de Sterk, no de las que usted busca. Sólo está La Colina, donde trabaja mi Harry, y creí que usted venía de ese lado, señor, y por eso salí al oírlo, creyendo que sería él. Hace rato que tendría que estar en casa.
—La Colina —dijo Ransom—. ¿Qué es eso? ¿Una granja? ¿Me recibirían?
—Oh, no, señor. Mire, allí no hay nadie aparte del profesor y el caballero de Londres, no desde que murió la señorita Alicia. Ellos no harían nada de eso, señor. Ni siquiera tienen sirviente, salvo mi Harry que los ayuda con el horno, y él no entra en la casa.
—¿Cómo se llama el profesor? —preguntó Ransom, con una débil esperanza.
—No sé, señor, no sé —dijo la mujer—. El otro caballero es el señor Devine, y Harry dice que el otro caballero es un profesor. Mire, señor, él no sabe mucho de eso porque es un poco ingenuo y por eso es que no me gusta que vuelva tan tarde a casa, y ellos dijeron que siempre lo mandarían a las seis, lo que no quiere decir que no sea suficiente trabajo por un día.
La voz monótona y el vocabulario limitado de la mujer no expresaban mucha emoción, pero Ransom estaba a una distancia que le permitía apreciar que la mujer estaba temblando, a punto de llorar. Se le ocurrió que su deber era llamar a las puertas del misterioso profesor y pedirle que enviara al muchacho de vuelta a casa, y sólo una fracción de segundo más tarde se le ocurrió que una vez dentro de la casa (entre hombres de su propia profesión) podía muy razonablemente aceptar la oferta de albergue por una noche. Cualquiera que hubiese sido el curso de sus pensamientos, descubrió que la imagen mental de sí mismo llamando a las puertas de La Colina había adquirido toda la solidez de una decisión previa. Le dijo a la mujer lo que pretendía hacer.
—Muchísimas gracias, señor, realmente —le dijo—. Y si fuera tan amable, vea que pase por el portón de entrada y empiece a caminar hacia aquí antes de que usted se vaya; no sé si me entiende, señor. Le tiene mucho miedo al profesor y no se vendría una vez que usted le diera la espalda, señor, si ellos mismos no se lo han ordenado.
Ransom tranquilizó a la mujer lo mejor que pudo y se despidió después de asegurarse de que encontraría La Colina a su izquierda, a cinco minutos. La rigidez de sus músculos había aumentado y reinició la marcha lenta y dolorosamente.
No había señales de luces a la izquierda de la carretera: nada salvo los campos llanos y una masa de oscuridad que tomó por un montecito. Parecieron pasar más de cinco minutos antes de alcanzarlo y descubrir que se había equivocado. Estaba separado del camino por un grueso seto de arbustos y en él había un portón blanco: los árboles que se alzaron sobre él mientras examinaba la entrada no eran la primera hilera de arbustos sino sólo una más a través de cuyas ramas se veía el cielo. Ahora se sintió bastante seguro de que ésa debía de ser la entrada a La Colina y de que los setos rodeaban una casa y un jardín. Empujó el portón y descubrió que estaba cerrado con llave. Por un momento permaneció indeciso, desanimado por el silencio y la oscuridad creciente. Cansado como estaba, su primera intención fue continuar el viaje hacia Sterk, pero se había comprometido con la anciana a cumplir un molesto deber. Sabía que, si uno realmente quería, era posible abrirse paso a través del seto. El no quería. ¡Se vería tan tonto entrando con torpeza en la propiedad de un jubilado excéntrico (la clase de hombre que cierra las puertas con llave en el campo), con la estúpida historia de una madre histérica sumida en lágrimas porque han demorado a su hijo idiota media hora en el trabajo! Sin embargo, era evidente que tendría que entrar y, como uno no puede arrastrarse a través de un seto de arbustos con la mochila puesta, se la sacó y la lanzó por encima del portón. En cuanto lo hizo, le pareció que no se había decidido hasta ese momento: ahora debía entrar al jardín aunque sólo fuera para recuperar la mochila. Se sintió furioso con la mujer y consigo mismo, pero se puso a cuatro patas y empezó a arrastrarse dentro del seto.
La operación resultó más difícil de lo que había esperado y pasaron varios minutos antes de poder ponerse de pie en la húmeda oscuridad del otro lado, con la piel ardiendo por el contacto con espinas y ortigas. Buscó a tientas el portón, cogió la mochila y entonces se volvió por primera vez para hacer un inventario de lo que lo rodeaba. Sobre el camino de entrada había más luz que bajo los arbustos y no tuvo dificultades en distinguir un amplio edificio de piedra más allá de una extensión de césped abandonado y descuidado. Un poco más adelante el camino se abría en dos: el sendero de la derecha conducía en una suave curva hasta la puerta de entrada, mientras que el izquierdo seguía en línea recta, sin duda hasta la parte posterior del edificio. Notó que este último estaba surcado por huellas profundas, ahora llenas de agua, como si hubiera soportado el tránsito de vehículos pesados. El otro, sobre el que comenzaba a acercarse a la casa, estaba cubierto de musgo. En la casa misma no se veían luces: algunas ventanas tenían postigos, otras bostezaban pálidas sin postigos ni ventanas, todas inhóspitas y muertas. La única señal de vida era una columna de humo que se alzaba tras la casa con una densidad tal que sugería más la chimenea de una fábrica, o al menos de una lavandería, que la de una cocina. Sin lugar a dudas, La Colina era el último lugar del mundo donde a un extraño se le ocurriría llamar para pasar la noche, y Ransom, que ya había desperdiciado tiempo explorándolo, con seguridad se habría alejado de no mediar su desafortunada promesa a la vieja.
Subió los tres escalones que llevaban al amplio porche, hizo sonar la campanilla de llamada y esperó. Después de un momento la hizo sonar por segunda vez y se sentó en un banco de madera en uno de los lados del porche. Se quedó así tanto tiempo que, aunque la noche era cálida e iluminada por las estrellas, el sudor empezó a secársele sobre la cara y un leve escalofrío le recorrió los hombros. Se sentía muy cansado y quizás eso fue lo que le impidió levantarse y llamar por tercera vez: eso y la inmovilidad sedante del jardín, la belleza del cielo estival y el ululato ocasional de un búho en las cercanías, que sólo parecía enfatizar la tranquilidad de lo que lo rodeaba. Comenzaba a sentirse adormecido cuando pasó a un estado de alerta. Se oía un ruido particular: un ruido a forcejeo, que recordaba vagamente el encuentro de dos equipos de rugby alrededor de la pelota. Se puso de pie. Ahora el ruido era inconfundible. Gente con botas luchaba o forcejeaba o jugaba a algo. También gritaban. No podía distinguir las palabras, pero oía las exclamaciones como ladridos monosilábicos de hombres furiosos y sin aliento. Lo último que Ransom deseaba era verse envuelto en un incidente, pero la convicción de que debía investigar el asunto crecía en él cuando vibró un grito mucho más alto, en el que pudo distinguir las siguientes palabras:
—Déjenme ir. Déjenme ir. —Y luego, un segundo más tarde—: No voy a entrar ahí. Déjenme ir a casa.
Ransom se quitó la mochila, bajó los escalones del porche de un salto y corrió hacia la parte posterior del edificio tan de prisa como le permitían las piernas rígidas y los pies doloridos. Las huellas y los charcos del sendero lo llevaron a lo que parecía ser un patio, pero un patio rodeado por una cantidad inusual de dependencias. Tuvo la visión fugaz de una alta chimenea, de una puerta baja ocupada por el rojo resplandor del fuego y de una enorme forma redonda que se alzaba negra contra las estrellas, a la que tomó por la cúpula de un pequeño observatorio. Luego todo eso fue borrado de su mente por las figuras de tres hombres trabados en una lucha, tan cerca de él que casi irrumpió entre ellos. Desde el primer instante, Ransom estuvo seguro de que la figura central, a la que los otros dos parecían haber controlado a pesar de sus esfuerzos, era el Harry de la anciana. Le hubiera gustado decir con voz tronante «¿Qué le están haciendo al chico?», pero las palabras que le salieron en realidad, en tono muy poco impresionante, fueron:
—¡Eh!, ¡oigan…!
Los tres luchadores se apartaron de golpe, el muchacho berreando.
—¿Puedo preguntarle quién demonios es usted y qué está haciendo aquí? —dijo el más robusto y alto de los dos hombres. Su voz tenía todas las cualidades que le habían faltado tan lamentablemente a Ransom.
—Estoy haciendo una excursión a pie —dijo él— y le prometí a una pobre mujer…
—Maldita sea esa pobre mujer —repuso el otro—. ¿Cómo entró?
—Atravesando el seto —dijo Ransom, que sentía que un poco de humor venía en su ayuda—. No sé qué le están haciendo a ese pobre chico, pero…
—Tendríamos que tener un perro —dijo el hombre robusto a su compañero, ignorando a Ransom.
—Deberías decir que tendríamos un perro si no hubieras insistido en utilizar a Tártaro en un experimento —dijo el hombre que no había hablado hasta entonces. Era casi tan alto como el otro, pero más delgado y, según parecía, más joven. Su voz le sonó vagamente familiar a Ransom, que hizo un nuevo intento de explicarse.
—Miren —dijo—, no sé qué le están haciendo a ese muchacho, pero ya es muy tarde y es hora de que lo manden a casa. No tengo el menor deseo de meterme en sus asuntos privados, pero…
—¿Quién es usted? —aulló el hombre robusto.
—Me llamo Ransom, si eso es lo que quiere saber. Y…
—Por Júpiter, ¿no será el Ransom que iba a Wedenshaw? —dijo el hombre delgado.
—Hice mis estudios en Wedenshaw— repuso Ransom.
—Me pareció reconocerte nada más hablar —dijo el hombre delgado—. Yo soy Devine. ¿No te acuerdas de mí?
—Por supuesto. ¡Tendría que haberme dado cuenta! —dijo Ransom mientras los dos se daban la mano con la pesada cortesía tradicional de semejantes ocasiones. A decir verdad, Devine era una de las personas que más le habían disgustado a Ransom en el colegio.
—Conmovedor, ¿no es cierto? —dijo Devine—. La vieja guardia se encuentra hasta en los páramos salvajes de Sterk y Nadderby. Entonces se nos hace un nudo en la garganta y recordamos las noches de domingo en la capilla del D.O.P. ¿No conoces a Weston? —Devine señaló a su compañero gritón y macizo—. Weston —agregó—. Ya sabes. El gran físico. Unta las tostadas con Einstein y bebe medio litro de sangre de Schrödinger en el desayuno. Weston, te presento a Ransom, mi viejo compañero de estudios. El doctor Elwin Ransom. Ransom, sabes. El gran filólogo. Unta las tostadas con Jespersen y bebe medio litro…
—No sé nada sobre él —dijo Weston, que seguía sosteniendo al desgraciado Harry por el cuello—. Y si esperas que te diga que me encanta conocer a esta persona que acaba de entrar por la fuerza en mi jardín, siento desilusionarte. Me importa un rábano a qué colegio fue o en qué estupidez está desperdiciando actualmente el dinero que habría que destinar a la investigación científica. Quiero saber qué está haciendo aquí y después no quiero volver a verlo.
—No seas burro, Weston —dijo Devine en tono más serio—. Su inesperada presencia no podría ser más oportuna. No te preocupes por los modales de Weston, Ransom. Bajo su fachada agresiva oculta un corazón de oro, ¿sabes? Supongo que te quedarás a tomar una copa y comer algo, ¿verdad?
—Te lo agradezco mucho —dijo Ransom—. Pero en cuanto al muchacho…
Devine se apartó un poco con Ransom.
—Es tonto —dijo en voz baja—. Por lo general trabaja como un castor pero le dan estos ataques. Sólo estábamos tratando de llevarlo al lavadero y dejarlo tranquilo una hora o algo así hasta que se calmara. No podemos dejarlo ir a su casa en ese estado. Lo hacemos con la mejor intención. Si quieres puedes llevarlo tú mismo… y volver y dormir aquí.
Ransom estaba perplejo. Toda la escena había sido lo suficientemente sospechosa y desagradable para convencerlo de que había caído en medio de algo criminal, aunque por otro lado tenía la convicción profunda, irracional, característica de la gente de su edad y clase, de que cosas como ésas no podían cruzarse jamás en el camino de una persona común, salvo en las novelas, y mucho menos estar relacionadas con profesores o antiguos compañeros de estudio. Aunque hubieran estado maltratando al muchacho, Ransom no veía muchas posibilidades de librarlo de ellos por la fuerza.
Mientras esas ideas cruzaban su mente, Devine había estado hablando con Weston en voz baja, aunque no más baja de lo que podía esperarse en alguien que discute los preparativos necesarios ante un huésped inesperado. La conversación terminó con un gruñido de asentimiento por parte de Weston. Ransom, para quien una sensación embarazosa meramente social se había agregado a sus otras dificultades, se dio la vuelta con la intención de hacer una observación. Pero Weston estaba hablando con el chico.
—Ya nos has dado suficientes problemas por esta noche, Harry —dijo—. Y en un país con un gobierno mejor yo sabría cómo tratarte. Ahora cállate y deja de lloriquear. No necesitas entrar al lavadero si no quieres.
—No era el lavadero, usted sabe que no era eso —sollozó el joven retrasado—. No quiero entrar en esa cosa otra vez.
—Quiere decir el laboratorio —interrumpió Devine—. Una vez entró y se quedó encerrado por accidente durante unas horas. Por alguna razón eso lo enloqueció. Como un pobre indio, ¿sabes? —Se volvió hacia el muchacho—. Escucha, Harry —dijo—. Este buen caballero va a llevarte a casa en cuanto descanse un poco. Si entras y te sientas tranquilamente en la sala te daré algo que te va a gustar.
Imitó el sonido de descorchar una botella (Ransom recordó que era uno de los trucos de Devine en el colegio), y una risotada de reconocimiento infantil brotó de los labios de Harry.
—Traedlo adentro —dijo Weston mientras se apartaba y desaparecía dentro de la casa.
Ransom dudó en seguirlo, pero Devine le aseguró que a Weston le encantaría. Era una mentira descarada, pero la ansiedad que tenía Ransom por descansar y tomar una copa sobrepasaba sus escrúpulos sociales. Precedido por Devine y Harry, entró a la casa y se encontró un momento más tarde sentado en un sillón esperando el regreso de Devine, que había ido a buscar bebida.