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La abolición del hombre - Lewis C. S.

I. HOMBRES SIN CORAZÓN


«Sentenció a muerte a la palabra y
así condenó al niño»

Dudo de que estemos suficientemente atentos a la importancia que tienen los libros de texto de la enseñanza primaria. Esta es la razón por la que he elegido como punto de partida para estas reflexiones un pequeño libro de Lengua destinado a los «niños y niñas de ciclo escolar básico». No creo que los autores (pues eran dos) de este libro pretendieran hacer daño alguno con él y tengo una deuda con ellos o con su editor, por haberme enviado un ejemplar de regalo. Pero, a la vez, no puedo decir nada bueno de ellos. Por tanto, me encuentro en una situación bastante comprometida. No quiero poner en la picota a dos modestos maestros en activo que han hecho lo mejor que sabían hacer; pero tampoco puedo callar ante lo que considero que es la orientación real de su trabajo. Por tanto, prefiero silenciar sus nombres. Me referiré a estos señores como Gayo y Ticio, y a su libro como El Libro Verde. Pero les prometo que tal libro existe y que lo tengo en mi biblioteca.
En el segundo capítulo de dicho libro, Gayo y Ticio hacen referencia a la conocida historia de Coleridge[1], que se desarrolla ante unas cataratas. Recordarán que frente a dichas cataratas se encontraban presentes dos turistas: uno las calificó de «sublimes» y el otro de «bonitas»; y que Coleridge mentalmente aprobó el primer juicio y rechazó el segundo con desagrado. Gayo y Ticio comentan lo siguiente: «Cuando el hombre dice "Esto es sublime", parece estar haciendo un comentario acerca de las cataratas (…) Realmente (…) no está haciendo un comentario sobre las cataratas, sino un comentario sobre sus propios sentimientos. Lo que dice realmente es: Tengo sentimientos asociados en mi mente con la palabra "sublime" o, abreviando, "Tengo sentimientos sublimes"». En este fragmento se plantean un buen número de cuestiones profundas recogidas a modo de sumario bien presentado. Pero los autores no se detienen aquí. Añaden: «Esta confusión se nos presenta continuamente con el uso del lenguaje. Parece que nos estamos refiriendo a algo muy importante y, en realidad, sólo estamos haciendo referencia a nuestros propios sentimientos»[2].
Antes de considerar las cuestiones que se plantean en este párrafo —breve, pero de gran importancia— (y que se dirige, como se recordará, a estudiantes del ciclo escolar básico), debemos eliminar un error evidente en que incurren Gayo y Ticio. Incluso desde su punto de vista —o desde cualquier otro— el hombre que dice "Esto es sublime" no quiere decir "Tengo sentimientos sublimes". Admitiendo que cualidades tales como la sublimidad puedan proyectarse sobre las cosas, lisa y llanamente, a partir de nuestros propios sentimientos, las emociones que provoca dicha proyección son las correlativas y, por consiguiente, casi las opuestas a las cualidades proyectadas. Los sentimientos que llevan a un hombre a calificar de sublime a un objeto no son sentimientos sublimes, sino sentimientos de admiración. Si la exclamación "Esto es sublime" se reduce totalmente al estado de los sentimientos del hombre, la traducción correcta sería "Tengo sentimientos de admiración". Si la postura sostenida por Gayo y Ticio se aplicara de un modo consistente nos llevaría a absurdos evidentes. Les forzaría a mantener que "Tú eres despreciable" significaría "Tengo sentimientos despreciables"; y, así, "Tus sentimientos son despreciables" significaría "Mis sentimientos son despreciables". Pero no nos entretendremos más sobre esta cuestión que constituye el pons asinorum de nuestra reflexión. Seríamos injustos con Gayo y Ticio si enfatizáramos lo que, sin duda alguna, es un simple desliz.
El chaval que leyera este pasaje de El Libro Verde, aceptaría dos proposiciones: en primer lugar, que todas las frases que contuvieran un juicio de valor harían referencia al estado emocional del sujeto que las pronuncia; y, en segundo lugar, que tales afirmaciones carecerían de importancia. Es verdad que ni Gayo ni Ticio han afirmado esto en el capítulo al que nos referimos. Tan sólo han considerado un predicado de valor particular ("sublime") como una palabra descriptiva de las emociones del locutor. La tarea de hacer extensiva esta lógica a todos los predicados de valor se deja en manos de los propios alumnos: y no se interpone ningún obstáculo en el camino de tal generalización. Los autores pueden o no desear dicha generalización: quizás no le hayan dedicado en serio a la cuestión ni siquiera cinco minutos de su tiempo. Pero a mí no me interesa su intención sino el efecto que el libro producirá en la mente del alumno. Del mismo modo, ellos no han dicho que los juicios de valor no tengan importancia. Sus palabras son que «creemos estar diciendo algo muy importante» cuando, en realidad, «sólo estamos diciendo algo acerca de nuestros propios sentimientos». Ningún chaval sería capaz de resistir la sugerencia que se le hace mediante la palabra sólo. No quiero decir, por supuesto, que el alumno relacione conscientemente todo lo que lee con una teoría filosófica general en la que todos los valores son subjetivos y triviales. El auténtico poder de Gayo y Ticio reside en el hecho de que se están dirigiendo a niños: niños que creen estar "haciendo" sus "deberes" y que no tienen ni idea de que ética, teología y política están en juego. No es una teoría lo que les están metiendo en la cabeza, sino que les hacen asumir algo que, diez años después, una vez olvidado su origen y siendo inconsciente su presencia, les condicionará a la hora de tomar parte en una controversia que nunca habrán reconocido como tal. Sospecho que los autores mismos apenas se dan cuenta de lo que le están haciendo al chico; y éste, por supuesto, no puede saber lo que se está haciendo con él.
Antes de considerar las credenciales filosóficas de la posición que Gayo y Ticio han tomado respecto del valor de las cosas, me gustaría mostrar los efectos prácticos de tal procedimiento educativo. En el cuarto capítulo del libro, se pone como ejemplo un estúpido anuncio publicitario que invita a un crucero de placer, con el fin de prevenir a los alumnos frente al modo en que está escrito[3]. El anuncio dice que comprando un pasaje para dicho crucero se surcarán los Mares Orientales donde navegó el capitán Drake, "aventurándose en las maravillas de las Indias", y volviendo a casa con un "tesoro" de "horas doradas" y "colores vivos". Por supuesto que es un fragmento mal escrito: venal y sensiblera explotación de los sentimientos de admiración y agrado que los hombres sienten cuando visitan lugares profundamente asociados con la historia o la leyenda. Si Gayo y Ticio se dedicaran a lo suyo y enseñaran a sus lectores (como prometían) el arte de la redacción en inglés, deberían comparar este anuncio con pasajes de grandes escritores en los que las mismas emociones estuvieran correctamente expresadas, para, a continuación, mostrar dónde estriban las diferencias.
Podrían haber usado el famoso párrafo de Samuel Johnson en su libro Islas Orientales, que termina así: "El hombre cuyo patriotismo no se exaltara en la planicie de Maratón o cuya piedad no se confortara entre las ruinas de Jonia, es pequeño para ser envidiado"[4]. O bien podrían haber seleccionado el fragmento de El Preludio, en el que Willian Wordsworth describe cómo la antigüedad de Londres le venía a la mente con «Fuerza y poder, poder que crece gracias a esa fuerza»[5]. Una lección que hubiera confrontado tal literatura con el anuncio y hubiera discriminado verdaderamente lo bueno de lo malo, habría sido una lección con valor pedagógico. En ella habría habido algo de sangre y algo de savia: los árboles del conocimiento y de la vida creciendo juntos. Y también habría tenido el mérito de ser una clase de literatura: una materia en la que Gayo y Ticio, a pesar del propósito perseguido, están sumamente «verdes».
Pero se limitan simplemente a reseñar que el lujoso barco realmente no navegará a donde Drake navegó; que los turistas no disfrutarán de ninguna aventura; que los tesoros que traerán a casa serán únicamente de naturaleza metafórica; y que en un simple viaje a Margate[6] pueden encontrar "toda la satisfacción y el descanso" que necesitan[7]. Todo esto es muy cierto: gente con menos talento que Gayo y Ticio hubiera bastado para descubrirlo. De lo que no se han dado cuenta, o de lo que no se han preocupado, es de que se podría dar un tratamiento muy similar a tanta buena literatura que suscita emociones parecidas. Después de todo, ¿qué puede añadir la historia del entonces incipiente cristianismo británico a los motivos de la piedad existente en el siglo XVIII? ¿Por qué la posada del Sr. Wordsworth debería ser más confortable o el aire de Londres más sano por el hecho de que Londres haya existido durante tanto tiempo? Si existe ciertamente algún impedimento que pueda evitar que un crítico desprestigie por las buenas a Johnson o a Wordsworth (o a Charles Lamb, o a Virgilio, o a Sir Thomas Browne o a Mr. W. John de la Mare) con la misma lógica con que El Libro Verde desprestigia el citado anuncio, Gayo y Ticio no han prestado a sus jóvenes lectores la más mínima ayuda para hallarlo.
De este pasaje, el alumno aprenderá bien poco sobre literatura. Lo que sí adquirirá con rapidez, y quizás para siempre, es la creencia de que todos los sentimientos suscitados por asociación de ideas son en sí mismos despreciables y contrarios a la razón. No tendrá noción de que existen dos modos de inmunizarse frente a un anuncio como el anterior; dicho anuncio constituye un fracaso tanto para los que están por encima como para los que están por debajo de él; tanto para el hombre verdaderamente sensible como para el simple mono con pantalones incapaz de concebir el Atlántico como algo más que un montón de toneladas de fría agua salada. Existen dos tipos de hombre para los que resulta vano un falso artículo de fondo sobre el patriotismo y el honor: uno es el cobarde; el otro es el hombre patriota y de honor. Pero nada de esto se somete al juicio del alumno. Por el contrario, se le anima a rechazar el atractivo de los "Mares Orientales" bajo el peligroso punto de vista de que obrando así se demostrará a sí mismo ser un tipo listo al que no se puede engañar fácilmente. Gayo y Ticio, aparte de no enseñar al alumno lo que la literatura es verdaderamente, han erradicado de su alma, mucho antes de que sea lo suficientemente adulto como para poder elegir, la posibilidad de tener ciertas experiencias que pensadores más autorizados que ellos han considerado generosas, fructíferas y humanas.
Pero no es sólo el caso de Gayo y Ticio. En otro pequeño libro, a cuyo autor llamaré Orbilio, he encontrado que se utiliza el mismo modo de proceder, bajo idéntica anestesia general. En él, Orbilio pretende desprestigiar un estúpido pasaje que habla de caballos, en el que estos animales son ensalzados como los "abnegados sirvientes" de los primeros colonos de Australia[8]. Y cae en la misma trampa que Gayo y Ticio. De Ruksh y de Sleipnir y de los caballos lastimeros de Aquiles o del caballo guerrero del Libro de Job[9]; ni siquiera de Brer Rabbit y de Peter Rabbit[10]; de la ancestral piedad humana hacia "nuestro hermano el buey"; de todo lo que este tratamiento semi-antropomórfico de las bestias ha significado en la historia humana y de la literatura (tratamiento a la vez noble y picaresco), de todo esto no tiene nada que decir[11]. Ni siquiera dice nada sobre los problemas de psicología animal que la ciencia considera. Se contenta a sí mismo con explicar que los caballos no están interesados, secundum litteram, en la expansión colonial[12]. Esta sesgada información es todo lo que sus alumnos obtienen verdaderamente de Orbilio. No llegarán a saber por qué el ensayo que se les presenta es malo, cuando otros a los que se les hace la misma acusación son buenos. Y mucho menos aprenderán los dos tipos de hombre que se sitúan por encima y por debajo del peligro de tal modo de escribir: el hombre que conoce y ama verdaderamente a los caballos (y no por la ilusión del antropomorfismo, sino con cariñosa pasión) y el incorregible cabeza de chorlito de ciudad para el que el caballo es simplemente un medio de transporte pasado de moda. Los alumnos habrán perdido algo de ilusión por sus ponéis o por sus perros; habrán acrecentado su crueldad o abandono hacia ellos; y sus mentes se sentirán satisfechas por los conocimientos adquiridos. Esa es la clase de Lengua de cada día, aunque de Lengua no se haya aprendido nada. Otro pequeño fragmento de la herencia humana les ha sido sutilmente negado antes de que fueran lo suficientemente adultos para comprenderlo.
Hasta aquí he asumido que maestros tales como Gayo y Ticio no se dan cuenta de lo que están haciendo y no tienen idea de las consecuencias a largo plazo que su planteamiento realmente tiene. Pero, por supuesto, existe otra posibilidad. Lo que he llamado (suprimiendo su concordancia con un esquema tradicional de valores) "mono con pantalones" y "cabeza de chorlito" podría ser precisamente el tipo de hombre que en realidad ellos desearían configurar. Por tanto, sus diferencias respecto a mi planteamiento deben seguir su curso aclaratorio. Su posición les debe llevar a sostener que los sentimientos humanos habituales frente al pasado, frente a los animales o frente a las majestuosas cataratas van en contra de la razón y son despreciables y deben ser, por tanto, erradicados. Se debe proceder a borrar del mapa estos valores tradicionales y replantear de nuevo el problema con otro sistema de valores. Pero ya discutiremos esta posición posteriormente.
Por el momento, debo contentarme con señalar que dicha posición es una posición filosófica y no literaria. Introduciendo dicha posición en su libro han sido injustos con el padre o con el tutor que lo compra y que tiene en sus manos el trabajo de unos filósofos aficionados en lugar del esperado trabajo de unos lingüistas profesionales. Cualquiera se quedaría de piedra si su hijo volviera del dentista con los dientes en su sitio y su cabeza llena del obiter dicta del dentista sobre el bimetalismo o la teoría de Bacon.
De todos modos, dudo mucho de que Gayo y Ticio hayan planeado realmente, bajo la tapadera de la enseñanza de Lengua, la expansión de su filosofía. Más bien creo que han entrado en ella por las siguientes razones: en primer lugar, la crítica literaria es complicada, y lo que ellos hacen es mucho más sencillo. Explicar por qué un mal tratamiento de los sentimientos originarios del hombre es hacer mala literatura, si excluimos todas las críticas que ponen en tela de juicio la emoción en sí misma, es una cosa difícil de hacer. Ni siquiera el Dr. Richards, quien por vez primera afrontó seriamente el problema de la maldad en la literatura, lo logró, a mi modo de ver. Sin embargo, menoscabar los sentimientos, en base a un racionalismo común, está al alcance de cualquiera. En segundo lugar, creo que Gayo y Ticio han interpretado mal, inconscientemente, la necesidad más apremiante del momento en el terreno de la educación. Ellos ven el mundo que les rodea influido por una propaganda emocional —han aprendido de la tradición que la juventud es sentimental— y llegan a la conclusión de que lo mejor que pueden hacer es proteger las mentes de los jóvenes frente a los sentimientos. Sin embargo, mi experiencia como profesor es precisamente la contraria. Por cada alumno que necesita ser protegido de un frágil exceso de sensibilidad hay tres que necesitan ser despertados del letargo de la fría mediocridad. El objetivo del educador moderno no es el de talar bosques sino el de irrigar desiertos. La correcta precaución contra el sentimentalismo es la de inculcar sentimientos adecuados. Agotar la sensibilidad de nuestros alumnos es hacerles presa fácil del proselitista de turno. Su propia naturaleza les empujará a vengarse, y un corazón duro no es protección infalible frente a una mente débil.
Pero existe una tercera razón, más profunda, por la que Gayo y Ticio adoptan dicho modo de proceder. Deberían estar perfectamente preparados para admitir que una buena educación refuerza algunos sentimientos mientras que rechaza otros. Deberían esforzarse por que así fuera. Pero es imposible que tuvieran éxito. En cualquier caso, por mucho que se esfuercen, la parte de su trabajo en la que se encargan de menoscabar los sentimientos, y sólo esta parte, es la que al final se impone. A fin de clarificar este concepto, debo apartarme momentáneamente del tema para mostrar cómo lo que se podría considerar la propuesta educacional de Gayo y Ticio es diferente a la de todos sus predecesores.
Hasta tiempos relativamente recientes, todos los maestros —e, incluso, todos los hombres— creían que la realidad era tal que ciertas reacciones emocionales por nuestra parte podían ser tanto congruentes como incongruentes respecto a ella: creían, de hecho, que los objetos no sólo recibían, sino que podrían merecer, nuestra aprobación o desaprobación, nuestra admiración o nuestro desprecio. La razón por la que Coleridge estaba de acuerdo con el turista que calificaba de sublimes las cataratas y no lo estaba con el que las calificaba de bonitas era, por supuesto, que él creía que la naturaleza inanimada era tal que determinadas respuestas podrían ser más "justas" u "ordenadas" o "apropiadas" que otras. Y él creía (acertadamente) que los turistas pensaban lo mismo. El hombre que calificaba de sublimes las cataratas no pretendía solamente describir los sentimientos que le suscitaban: también afirmaba que el objeto era tal que merecía esos sentimientos. Pero respecto a esta afirmación no hay nada con lo que estar o no de acuerdo. No estar de acuerdo con la frase "Esto es bonito", si tales palabras describieran los sentimientos de la mujer, sería absurdo: si ella hubiera dicho "Me encuentro mal", Coleridge difícilmente podría haber replicado "No; yo me encuentro bastante bien". Cuando Shelley[13], comparando la sensibilidad humana con un arpa eolia, afirma que ésta difiere de un arpa normal en que tiene un poder de "ajuste interno" por el que puede "acomodar sus cuerdas a las vibraciones de lo que la percute"[14], está asumiendo la misma creencia. "¿Puedes ser justo —pregunta Traherme— si no estimas las cosas tal y como se merecen? Todas las cosas fueron creadas para ser tuyas y tú fuiste creado para apreciarlas según su valor."[15]
San Agustín define la virtud como ordo amoris, la ordenada condición de los sentimientos por la que a cada objeto se le atribuye el tipo y el grado de amor que le corresponde[16]. Aristóteles afirma que el horizonte de la educación es el de hacer del alumno tanto lo que se debe hacer de él como lo que no[17]. Cuando llegue a la edad en que se empieza a reflexionar, el alumno que haya sido educado según "afectos ordenados" o "sentimientos adecuados" reconocerá fácilmente los primeros principios de la Etica; pero para el hombre corrupto, estos principios jamás serán en absoluto admitidos y no podrá progresar en dicha ciencia[18]. Ya Platón antes que Aristóteles dijo lo mismo. El pequeño animal humano no obtendrá las respuestas adecuadas al primer intento. Se le debe enseñar a sentir agrado, simpatía, disgusto, o aversión hacia aquellas cosas que son realmente gratas, simpáticas, desagradables o repugnantes[19]. En La República, la juventud correctamente educada es aquélla "que puede ver mas claramente lo que es negativo en los esfuerzos desencaminados del hombre o en las obras descarriadas de la naturaleza, y con un justo rechazo despreciara y odiara lo que de horrendo encuentre incluso en sus años jóvenes y dará culto complacido a la belleza, aceptándola en su alma y haciéndola servir de sustento, a fin de convertirse en un hombre de noble corazón. Y todo esto antes de estar en edad de razonar; de modo que, cuando la Razón venga por fin a él, entonces, estando de ese modo educado, le abrirá sus brazos en señal de bienvenida y la reconocerá a causa de la afinidad que sentirá por ella"[20]. En el Hinduismo primitivo, la conducta humana que podría ser calificada de "buena" consiste en la armonía, e incluso en la participación, del Rta: el gran ritual o arquetipo natural y sobrenatural revelado al mismo tiempo en el orden cósmico, en las virtudes morales y en el ceremonial del templo. La honradez, la corrección, el orden, el Rta, se identifican constantemente con la satya o la verdad, con la correspondencia con la realidad. Del mismo modo que Platón decía que el Bien está "más allá de la existencia", y que Wordsworth afirmaba que a través de la virtud las estrellas permanecían firmes, los maestros hindúes dicen que los mismos dioses provienen del Rta y lo obedecen[21].
Los chinos hablan también de una gran cosa (la cosa más grande) que llaman el Tao. Es la realidad en la que todas las realidades consisten, el abismo que existía antes que el Mismo Creador. Es la Naturaleza, es la Vía, es el Camino. El Camino por el que marcha el universo; camino en el que las cosas se presentan para siempre, inmóviles y en calma, en el espacio y en el tiempo. También es el Camino que cada hombre debe seguir en consonancia con la progresión cósmica y supercósmica, conformando todas las actividades según el gran modelo[22]. "En el ritual —se dice en los Anales— se valora la armonía con la Naturaleza"[23]. Los antiguos judíos, del mismo modo, alababan la ley como "lo verdadero"[24].
A esta concepción, en todas sus modalidades —platónica, aristotélica, estoica, cristiana u oriental— me referiré, para simplificar, de ahora en adelante como "el Tao". Algunas de las historias que hasta ahora he contado les parecerán, quizás, a muchos de ustedes simplemente curiosas e incluso fantasiosas. Pero no podemos pasar por alto lo que es común a todas ellas. Es la doctrina del valor objetivo, la convicción de que ciertas actitudes son realmente verdaderas y otras realmente falsas respecto a lo que es el universo y lo que somos nosotros. Los que conocen el Tao pueden mantener que afirmar que los niños son hermosos o que los viejos son dignos de respeto no es solamente constatar un hecho psicológico sobre nuestros sentimientos paternales o filiales en cada momento, sino que es reconocer una cualidad que exige de nosotros una cierta respuesta, tanto si la damos como si no. He de reconocer que no me gusta en demasía la compañía de niños pequeños: puesto que hablo desde el reconocimiento del Tao, confieso que esto es un defecto mío, igual que un hombre debería reconocer que es sordo o ciego. Y puesto que nuestra aprobación o nuestro desacuerdo son, o bien el reconocimiento del valor objetivo, o bien respuesta a un orden objetivo, los estados emocionales pueden estar en armonía con la razón (cuando simpatizamos con lo que debemos reconocer) o no (cuando percibimos que debemos simpatizar pero no sentimos tal simpatía). Ningún sentimiento es, en sí mismo, un juicio; en este sentido, ninguna emoción o sentimiento tiene lógica.
Pero puede ser racional o irracional según se adecúe a la Razón o no. El corazón nunca ocupa el lugar de la cabeza sino que puede, y debe, obedecerla.
En contraste con todo esto se encuentra el mundo de El Libro Verde. En él, la verdadera posibilidad de que un sentimiento sea razonable —o irrazonable— se excluye desde el principio. Puede ser razonable o irrazonable sólo si concuerda —o no— con algo más. Decir que la catarata es sublime implica decir que nuestro sentimiento de admiración es apropiado o está en sintonía con la realidad y, por tanto, se hace referencia a algo que hay más allá del sentimiento; lo mismo que decir que un zapato se ajusta al pie es hacer referencia no sólo al zapato, sino también al pie. Pero esta referencia a algo más que la emoción es lo que Gayo y Ticio excluyen de cualquier frase que contenga un predicado de valor. Tales afirmaciones hacen referencia únicamente, según ellos, al sentimiento. Y así, el sentimiento, considerado por sí mismo, no puede estar en acuerdo o en desacuerdo con la Razón. Es irracional no como un paralogismo, sino como un hecho físico: ni siquiera alcanza la dignidad del error. Bajo este punto de vista, el mundo de los hechos, sin rastro de valor alguno, y el mundo de los sentimientos, sin rastro de verdad o falsedad, justicia o injusticia, se encuentran enfrentados, sin posibilidad de acercamiento.
Por tanto, el problema educacional es totalmente diferente según la posición que se adopte frente al Tao. Para los que reconocen el Tao, el objetivo es el de inculcar en el alumno aquellas respuestas que son, en sí mismas, adecuadas —independientemente de que alguien se las plantee o no—, y en desarrollar la verdadera consistencia de la naturaleza humana. Los que no reconocen este Tao, siendo consecuentes, deben considerar por igual todo sentimiento como no racional, como una neblina entre nosotros y la realidad. Como resultado, se decide alejar todo sentimiento, tanto como sea posible, de la mente del alumno; o bien, enfatizar algunos sentimientos mediante consideraciones que nada tienen que ver con su "justicia" o "adecuación" intrínsecas. Este último planteamiento les lleva a implicarse en el cuestionable proceso de crear en los otros por "sugestión" o encantamiento un espejismo que la propia razón ya ha desentrañado con éxito.
Quizás se pueda clarificar esto si ponemos un ejemplo concreto. Cuando un antiguo padre romano le decía a su hijo que morir por la patria era una cosa dulce y honrosa, creía en lo que decía. Le estaba comunicando a su hijo un sentimiento que él mismo compartía y que creía que estaba en consonancia con el valor que su juicio era capaz de discernir ante una muerte noble: le estaba dando al chico lo mejor que tenía, inculcándole su espíritu a fin de humanizarlo del mismo modo que había entregado su cuerpo para engendrarlo. Pero Gayo y Ticio no pueden creer que llamar dulce y honrosa a tal muerte pueda suponer decir "algo importante respecto a algo". Su propio método de "ridiculización" se tornaría contra ellos mismos si intentaran actuar de tal modo, ya que la muerte no es algo que se pueda comer y, por tanto, no puede ser dulce en sentido literal; ni siquiera las sensaciones reales que la preceden podrán ser dulces por analogía. Respecto al decorum, es sólo una palabra que describe el modo en que la gente sentirá tu muerte cuando se les ocurra pensar en ella, lo que no sucederá a menudo, ni te hará, ciertamente, bien alguno. Sólo existen, para Gayo y Ticio, dos caminos posibles. O el de ir hasta el fondo y redimensionar este sentimiento como se podría hacer con otro cualquiera, o bien el de ponerse manos a la obra a fin de inculcarle al alumno, desde fuera, un sentimiento que ellos crean carente de valor y que podría costarle la vida, por la sencilla razón de que nos es útil a nosotros (los supervivientes) que nuestros jóvenes puedan sentirlo. Si se embarcan en este último camino, la diferencia entre la antigua y la nueva educación será importante. Mientras que la antigua formaba, la nueva simplemente "condiciona". La antigua se ocupaba de sus alumnos como los pájaros adultos se ocupan de los jóvenes cuando les enseñan a volar; la nueva les trata más como el avicultor trata a los polluelos: dirigiéndose a ellos de tal o cual manera con propuestas de las que los pájaros no entienden nada. En una palabra: la antigua era una especie de propagación: hombres que transmitían humanidad a otros hombres; la nueva es simplemente propaganda.
Gayo y Ticio se decantan por la primera alternativa sólo por una cuestión de prestigio. La propaganda les produce aversión: y no porque su propia filosofía dé pie a condenarla (o a lo que fuere), sino porque ellos mismos son mejores que sus propios principios. Probablemente, tienen una vaga idea (y la examinaré en mi próximo capítulo) de que el juicio de valor y la buena fe y la justicia pueden ser de sobra confiados al alumno, si alguna vez fuera necesario hacerlo, en el terreno de lo que ellos llaman "racional" o "biológico" o "moderno". Mientras tanto, abandonan la cuestión y se dedican a la labor de "ridiculizar".
Pero este camino, aunque es menos inhumano, no es menos desastroso que la alternativa opuesta, la cínica propaganda. Supongamos por un momento que las virtudes innegables se pudieran justificar realmente sin hacer referencia a un valor objetivo. Bien es cierto que ninguna justificación de la virtud permite al hombre ser virtuoso. Sin la ayuda de sentimientos orientados, el intelecto es débil frente al organismo animal. Yo jugaría antes a las cartas con un hombre escéptico respecto a la ética pero educado en la creencia de que "un caballero no hace trampas" que con un intachable filósofo moral que haya sido educado entre estafadores. En medio de una guerra, no serán los silogismos los que mantengan firmes los nervios y los músculos tras tres horas de bombardeo. El sentimentalismo más burdo hacia una bandera (ese al que Gayo y Ticio pondrían mala cara), un país o un regimiento sería más útil. Hace tiempo que nos lo advirtió Platón. Del mismo modo que el rey gobierna mediante su poder ejecutivo, así la Razón en el hombre debe regular los instintos primarios por medio del "elemento espiritual"[25]. La cabeza gobierna el vientre mediante el corazón, que es el lugar donde se asienta, como nos dice Alano, de la Magnanimidad[26], de las emociones organizadas en sentimientos estables a través del hábito conculcado. Corazón-Magnanimidad-Sentimiento: ésta es la coordinación indispensable entre el hombre cerebral y el hombre visceral. Se podría incluso decir que es por este elemento intermedio por lo que el hombre es hombre: por su intelecto es mero espíritu y por su instinto es mero animal.
La operación que pretenden El Libro Verde y los de su estilo, es la de producir lo que se podría llamar Hombres sin Corazón. Con el agravante de que, usualmente, los autores se hacen llamar Intelectuales. Y esto les da la posibilidad de decir que quien les ataca, ataca a la Inteligencia. Y no es así. No se distinguen del resto de los hombres por una particular destreza para encontrar la verdad o por un ardor original para, al menos, buscarla. De hecho sería extraño que se distinguieran por eso: un apego perseverante a la verdad, un adecuado sentido del honor intelectual no puede ser mantenido en el tiempo sin la ayuda de un sentimiento que Gayo y Ticio pueden despreciar tan fácilmente como lo podría hacer cualquier otro. Y no es un exceso de ideas sino una falta de fértil y generosa emoción lo que les delata. Sus mentes no son superiores a las normales: es la atrofia del corazón lo que las hace parecer así.
Siempre —como en la tragicomedia de nuestra situación— que nos empeñamos en reclamar tales cualidades auténticas estamos, al tiempo, haciéndolas imposibles. Es difícil abrir un periódico sin que te venga a la mente la idea de que lo que nuestra civilización necesita es más "empuje", o dinamismo, o autosacrificio, o "creatividad". Con una especie de terrible simplicidad extirpamos el órgano y exigimos la función. Hacemos hombres sin corazón y esperamos de ellos virtud e iniciativa. Nos reímos del honor y nos extrañamos de ver traidores entre nosotros. Castramos y exigimos a los castrados que sean fecundos.