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Relatos I (1913 - 1927) - Bertolt Brech

Historia de uno que jamás llegaba tarde

Sátira

Érase una vez un tipo inteligente. Muy inteligente. Monstruosamente inteligente. Tan inteligente que, en las noches serenas, oía crecer los árboles y toser a las lagartijas tísicas. Pues sí, era incluso más inteligente. Es lo que también creía todo el mundo y, claro está, él mismo más que nadie. Lo cual es absolutamente decisivo. ¡Cómo no iba a conocerse a sí mismo! Pues nada: era muy inteligente. Algo valiosísimo, sin duda. Pero tenía una cualidad que era cien, no, mil, no, cien mil veces más valiosa aún: jamás llegaba tarde. «En el mundo puede ocurrir todo, lo que sea, pero que alguna vez yo llegue tarde es algo tan absolutamente imposible como pretender que un asno sea un camello. ¡Así es!» Eso lo decía él mismo. Y él tenía que saberlo, ¿verdad?
Y el jovenzuelo se fue haciendo hombre y crecía en virtud y sabiduría. Y sus parientes se preguntaban seriamente a dónde iría a parar todo aquello, y si era posible que hubiera tanta astucia como la que el chico poseía.
Entretanto, y mientras los parientes y conocidos discutían y se hacían lenguas sobre lo que el talentoso joven llegaría a ser algún día, éste meditaba con particular atención sobre tan importante problema.
Aún estaba indeciso entre ser Príncipe de los poetas o Emperador de los soldados.
Ambas profesiones tenían su lado bueno.
¿Príncipe de los poetas? Hmm, podría ser, después de todo. Su parentela no hubiera tenido nada que objetar. Ya había escrito poemas maravillosos. Su talento estaba demostrado. Su espléndido poema «El amor» era todo un paradigma clásico. Ya la copla final
Amor divino y glorioso,
que surges del corazón,
con tu impulso tan hermoso,
vences del dolor la acción.
se hallaba por encima de toda crítica. La excelencia de otro de sus poemas quedaba demostrada por su publicación en uno de los últimos números de la revista «Gartenlaube». De modo, pues, que Príncipe de los poetas era una posibilidad a tener en cuenta.
N.° 2: Emperador de los soldados tampoco estaría mal.
Claro que el talentoso joven no hubiera aceptado nada por debajo de un imperio franco-español. ¡Ni hablar! Además, conquistarlo era muy fácil. Bastaba con entablar amistad íntima con el ex rey de Portugal, volver con éste a España y, después de asesinarlo, hacerse proclamar emperador. ¡Sencillísimo! ¿Verdad? Tempranamente había puesto ya de manifiesto sus dotes militares.
Emperador de los soldados tampoco era, pues, una opción despreciable.
Y así, el pobre y talentosísimo joven vacilaba entre dos profesiones. Pues ambas tenían también sus desventajas. El Príncipe de los poetas tenía que saber componer algún poema, por desgracia. Y el Emperador de los soldados tenía que empezar por buscar a ese rey necio al que quería destronar.
Estuvo mucho tiempo indeciso.
Hasta que por fin decidió ser dependiente en un gran almacén. Y lo fue. Pues lo que se proponía, lo llevaba siempre a cabo. Y era feliz entre las latas de arenques y las cajas de sombreros.
Su ideal ahora era convertirse en Rey de la bolsa. ¡Pero en uno que pudiera llamar pordioseros a los Rothschild! Y entonces, por esa época, cuando él tenía exactamente quince años, se produjo un acontecimiento. El talentoso joven se enamoró. La primera consecuencia de ello fue que el dependiente de comercio, alias Príncipe de los poetas, tocado por un Eros ávido de rosas, parió un poema…, un poema… ¡Oh! ¡Oh! ¿Qué clase de poema? Pues una gran obra, una revelación. Comprendía veinte estrofas y llenaba un cuadernillo íntegro. Cada estrofa tenía diez versos, cada verso, doce palabras… Algo colosal. ¡Titánicamente grandioso!
Pero no fue sino el primero. En el segundo juró convertir en su esposa a «la bella de los ojos negros». Lo juró al nocturno y misterioso resplandor de una vela, y por su barba. Y al hacerlo cogió entre sus dedos los dos pelillos de un centímetro de largo que constituían su barba, uno de los cuales, por desgracia, se desprendió. Y ahí empezó la cosa. Se puso de manifiesto que nuestro querido Príncipe de los poetas tenía un pequeño fallo. Era tímido. Siempre que se encontraba con su futura esposa, la esquivaba, temeroso, dando un gran rodeo.
Y así pasaron meses, años y decenios. Siglos… Bueno, he ido demasiado lejos. Transcurrieron sólo dos meses. Y un día —estaba lloviendo— la vio del brazo de otro. Aquella tarde no supo cómo volvió a su casa. Solo, abandonado por Dios y por los hombres, se echó a llorar en su solitario cuartito.
Que los hombres serios lloren es mala señal…
Pero luego se mesó la barba, es decir, tiró del último pelo que le quedaba en la barbilla. Y se puso melancólico. Se pasaba días enteros absorto en sombrías cavilaciones, meditando tras las latas de arenques. Meditaba sobre un problema: un extraño problema. Era el siguiente: ¿Cómo puede ser que alguien tan inteligente llegue tarde?
Se pasaba largo rato pensando…
Con el tiempo perdió el juicio. No hacía más que murmurar: Y yo no llego tarde.
Y si es que no se ha muerto, todavía ha de estar vivo…